Golpe de suerte

Capítulo 3. El desconocido de ojos verdes

Mari.

Miramos con cautela hacia la calle. El silencio era extraño, casi irreal. No había un alma a la vista, como si el mundo se hubiera detenido o se escondiera detrás de pantallas y cortinas, ajeno a lo que acababa de ocurrir. A unos cinco metros de la entrada del edificio, sobre el manto de nieve pisoteada, yacía un cuerpo. Un hombre. Inmóvil. Junto a él, como una absurda burla del destino, mi viejo oso de peluche.

—¡Dios mío! —susurró Silvia, llevándose ambas manos a la boca. Luego giró la cabeza lentamente hacia Patri, con una mirada entre juicio y espanto—. ¿En serio no podías mirar a dónde lo arrojabas?

—¡Tú misma dijiste que había que tirar el pasado sin mirar atrás, sin remordimientos! —se defendió Patri, con voz aguda y a punto del pánico.

—¡Atrás, pero puedes mirar por delante!

—¡Cállense! —espeté, con un nudo en la garganta, más enfadada del miedo que de otra cosa—. ¡Tenemos que ver si está vivo!

El corazón me martillaba el pecho mientras avanzaba hacia él. Cada paso sobre el hielo era una batalla: mis botas resbalaban, mis piernas temblaban, el mundo giraba a mi alrededor como si yo también estuviera por desplomarme. La borrachera, el susto, el frío... todo se mezclaba en una danza torpe. Al final, caí de rodillas junto a él, en una posición poco digna, casi a cuatro patas.

Contuve el aliento. El hombre respiraba. Levemente, pero respiraba.

Con manos temblorosas, retiré al oso de su pecho. Estaba manchado de nieve sucia y algo más… ¿sangre? No, solo humedad. Me giré y, sin pensarlo mucho, se lo tendí a Silvia, que había bajado detrás de mí. Ella lo sostuvo como si fuera una prueba incriminatoria, pero en cuanto lo sintió en sus brazos, lo lanzó a Patri con expresión de repulsión casi teatral.

Patri lo abrazó con fuerza, acurrucándose como si el mismo oso —el que había arrojado sin piedad minutos antes— pudiera ahora protegerla del peso de sus actos. Sus labios temblaban. No dijo nada.

Yo seguía ahí, junto al hombre caído, incapaz de apartar la vista de su rostro. Había algo en él… no sé si era la curva de sus labios, la sombra de sus pestañas o simplemente el hecho de que aún respiraba. Pero algo, en lo más profundo de mí, me decía que, a partir de ahora, nada volvería a ser igual.

Él yacía inmóvil sobre la nieve, con una chaqueta acolchada negra que lo hacía parecer una sombra caída del cielo. Intenté levantarme sin pensar en las malditas botas, y el destino —o la gravedad— decidió por mí: tropecé y caí sobre su cuerpo, aterrizando en una pose ridículamente parecida a la del oso que minutos antes lo había aplastado.

Se movió apenas, como si buscara acomodarse. Por un segundo pensé que era un simple reflejo… hasta que puse mis dedos helados sobre su cuello para buscar el pulso. Inmediatamente, escuché un quejido apagado, molesto.

—¡Oye, hombre! ¿Estás vivo? —susurré, conteniendo el grito, como si alzar la voz pudiera espantarlo de nuevo hacia el más allá.

Otro gemido fue su única respuesta.

—¿Llamamos a una ambulancia? —propuso Patri desde atrás, con una mezcla de culpa y ansiedad.

—Sí, claro —bufó Silvia, tambaleante por el whisky—. Y en la comisaría tú explicas que casi matas a un hombre con un oso de peluche gigante. ¡A ver cómo les explicas eso! Además, nadie tiene el móvil a mano, ¿no? Todos están en el apartamento. Y son las doce de la noche. ¿A quién vas a pedirle ayuda?

Miré a mi alrededor. Tenía razón. El patio estaba desierto. Ni un vecino curioso, ni una ventana abierta. Nada. Solo nosotros, el frío y este desconocido medio inconsciente bajo mi cuerpo.

Lo zarandeé ligeramente del hombro.

—Vamos, vamos, despierta. No puedes hacerme esto. Si te mueres ahora, me congelo sobre ti —murmuré, entre súplica y amenaza.

Le acaricié la mejilla con una palmada torpe. Y entonces sus ojos se abrieron de golpe.

Verdes.

No eran simplemente verdes: eran limpios, casi líquidos. Como si hubieran absorbido la claridad de un lago en pleno deshielo. Me quedé paralizada.

—Madre mía, qué ojos… —susurré, sin pensar. El alcohol me traicionó.

Él parpadeó con lentitud, como si se debatiera entre seguir aquí o regresar a la inconsciencia.

—¡Eh! ¡Tú, no te duermas! —ladró Silvia, con tono de agente de policía improvisada.

Los ojos se abrieron otra vez. Un segundo después, el hombre soltó un silbido débil y arrastró una palabra, casi un suspiro:

—…Baja… de mí…

Obedecí sin protestar y deslicé mi trasero por el hielo con la dignidad de una foca desorientada. El hombre gimió, se giró torpemente y, con lentitud, se puso a cuatro patas. Lo imité sin remordimiento, reptando sobre la escarcha como si el suelo me perteneciera, sin atreverme a ponerme de pie.

Al llegar a la entrada, me incorporé tambaleante. Él me miró unos segundos, como si intentara descifrar si yo era real o parte de una pesadilla. Luego miró el camino helado, evaluó sus opciones y optó por lo más sensato: seguir en cuatro patas. Avanzó, lentamente, como un oso herido en retirada.

En cuanto se acercó a la puerta, Silvia y yo nos abalanzamos para levantarlo. Él cooperó con un gruñido bajo, pero en cuanto se enderezó, se desplomó contra la puerta como un saco de huesos. Perdió el conocimiento otra vez. Claramente, sin ayuda, no iba a llegar a ningún lado.

¿Pero a dónde iba?

Nos miramos en silencio. Patri aún abrazaba al oso como si fuese un bebé rescatado del incendio.

—Llevémoslo a casa —dije por fin, sin pensar demasiado.

Silvia soltó un suspiro largo, como si su alma acabara de rendirse a la evidencia. Asintió. Se zambulló bajo uno de los brazos del desconocido, yo hice lo mismo por el otro lado. Entre jadeos lo arrastramos escaleras arriba.

Él movía las piernas, sí… pero más por reflejo que por intención. Cada peldaño era una tortura. ¿Qué mente cruel decidió que los edificios de cinco pisos no necesitaban ascensor? ¡Aquí hacía falta más que nunca!




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