Golpe de suerte

Capítulo 4. Una mañana rara

William

Me sentía extraño, desconectado del mundo, como si hubiera despertado en medio de un sueño ajeno. Recordaba con claridad el camino a casa, después de dos días sin dormir, encerrado en un turno eterno. No era algo que hiciera con frecuencia —ni por deber ni por gloria—, pero esta vez fue distinto: mi mejor amigo, atrapado en el caos de una paternidad accidental, me había pedido ayuda. Y no pude decir que no.

Solo pensaba en cruzar la puerta de casa sin romperme la crisma sobre el hielo, dejarme caer en la cama y dejar que el peso del mundo me aplastara de una vez.

Pero… no recordaba haber llegado. Ni haberme acostado. Y, sin embargo, ahí estaba. Despierto. Vivo. Dolorido.

Me dolía la nuca, como si alguien me hubiera golpeado con una botella. O como si arrastrara la resaca de una noche que nunca bebí. El brazo izquierdo estaba dormido. El derecho, apenas útil, descansaba sobre algo suave… algo cálido. Y extrañamente familiar.

Lo moví despacio, tanteando el terreno sin abrir los ojos. Entonces alguien murmuró algo ininteligible junto a mi oído —una voz suave, femenina—, y de pronto una palmada firme cayó sobre mi mano. Instintivamente, la retiré.

Abrí los ojos. La luz me atacó. La realidad también. Y en medio de todo, el vértigo.

Casi me caigo de la cama.

Sobre mi brazo, con la nariz enterrada en mi axila, había una chica. Durante un segundo, quise incorporarme de golpe, sacudirme la sorpresa como si fuera una alarma inoportuna… pero el autocontrol me contuvo. Estaba vestido, entonces no pasó nada. ¿O sí? Me quedé quieto. Observando.

No, la chica no era fea. Todo lo contrario. Tenía el cabello rubio claro, casi dorado, pestañas largas que proyectaban sombras suaves sobre sus mejillas, una nariz levemente respingona y labios apenas carnosos, curvados en una expresión inocente. No era de esas bellezas que detienen el tráfico. Más bien del tipo discreto, de las que puedes cruzarte cien veces en la calle sin darte cuenta… hasta que la tienes dormida sobre ti. Y, por alguna razón, no me molestaba que estuviera ahí.

Excepto por el detalle de que mi brazo estaba completamente dormido.

Con movimientos lentos, casi quirúrgicos, comencé a retirarlo de debajo de ella. Mientras lo hacía, traté de recomponer la noche anterior, de encajar piezas rotas en un puzle borroso. Nada. Solo vacío. Eché un vistazo alrededor: una habitación pequeña, cálida, definitivamente femenina. Estatuillas, un oso de peluche gigante, flores en el alféizar. Todo ordenado y acogedor.

Un minuto después logré liberarme. Pero mi triunfo fue efímero.

La chica murmuró algo y, sin despertarse del todo, rodeó mi cintura con un brazo y cruzó una pierna sobre mi muslo, aferrándose a mí como si fuéramos piezas encajadas en mitad de un sueño compartido.

Genial.

Y como si la situación no fuera ya suficientemente delicada, mi cuerpo decidió reaccionar con puntualidad biológica. Los jeans comenzaron a parecerme una trampa cruel, y la cercanía de su cuerpo, ese calor suave que se amoldaba al mío, encendió una corriente peligrosa. Sin pensarlo, mi mano subió hasta su hombro y comenzó a descender, trazando la curva de su brazo, buscando un contacto más… completo.

Fue ahí cuando su cuerpo se tensó bajo mi palma.

En un movimiento brusco, casi felino, se apartó de mí, girando con torpeza. No tuve tiempo de sujetarla ni de advertirle que el sofá era más corto de lo que aparentaba. Con un golpe seco, cayó al suelo y soltó un chillido ahogado.

Desde el suelo, unos ojos marrones muy despiertos me miraban con una mezcla de confusión, alarma… y juicio.

—¿Quién eres? —pregunté, intentando sonar sereno.

—Mari —respondió mientras se ajustaba el pijama, como si fuera lo más natural del mundo.

—¿Y cómo llegué aquí?

Mari se encogió de hombros, incómoda, y luego se frotó uno de ellos.

—Te traje yo.

Parpadeé.

—¿Cómo que me trajiste? ¿De dónde? ¿Acaso estaba tirado en la calle?

—Sí —dijo ella, mirándome con desconcierto. – Yo con mis amigas… te arrastramos hasta aquí... te quedaste dormido.

Cerré los ojos con fuerza, intentando escarbar entre los recuerdos. Solo encontré niebla. La sien comenzó a latirme. Me presioné la frente. Al parecer estuve tan cansado que el café ya no me ayudó y por primera vez me quedé dormido en la cama con una chica. Por eso llevaba ropa. ¿Pero cómo nos conocimos? ¿Donde? De repente mi estómago rugió con un bramido que debió escucharse en toda la manzana.

Claro. Llevaba más de un día sin probar bocado.

Resoplé, resignado. Abrí los ojos y me encontré con la mirada de Mari clavada en mi abdomen desnudo, con una intensidad que me hizo estremecer. Mi camisa se desabrocho, sin darme cuenta. Por primera vez en mi vida, sentí la necesidad urgente de cubrirme. Incluso me sonrojé.

Mari levantó la vista, se sonrojó más rápido que yo y dio un salto como impulsada por un resorte, tropezando con la manta.

—Ahora mismo preparo el desayuno —dijo atropelladamente y salió disparada.

Me levanté y miré por la ventana. Para mi sorpresa, vi el patio de mi edificio. Estaba a pocos metros de mi casa… pero no había llegado. Casi lo logro.

Salí al pasillo y encontré el baño: pequeño, funcional, sin sorpresas. Al regresar, noté que mis zapatos estaban cuidadosamente colocados bajo una silla, y mi chaqueta colgaba del respaldo. Lo observé con escepticismo. Definitivamente, yo no lo había hecho. ¿Me quedé dormido en la calle?

Me vestí sin prisa. Dudaba entre largarme antes de las preguntas incómodas... o quedarme unos minutos más. Opté por lo primero. Pero entonces el aire me trajo un aroma irresistible desde la cocina.

Tragué saliva.

Dios, tenía hambre. Una parte de mí gritaba que debía irme, pero la otra —la que tenía el estómago vacío— ganó sin esfuerzo. Resignado, me quité la chaqueta y avancé hacia la cocina.

Mari estaba de espaldas, bailoteando ligeramente con un pijama ridículo. Sobre la mesa humeaban unos sándwiches tostados que parecían sacados de un comercial. Sin pensarlo, agarré uno y me lo metí entero en la boca.




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