Golpe de suerte

Capítulo 5. La preocupación

Mari

Lavaba los platos con movimientos mecánicos, como si el agua tibia pudiera arrastrar consigo la confusión que me anudaba el pecho. El tipo del oso —así lo llamaba ya en mi cabeza— había desayunado en silencio, bebido su café con la parsimonia de quien lleva días sin probar algo caliente… y después, simplemente, se fue.

Sin nombre, sin gracias, sin adiós. Un beso rápido que me dejó algo perpleja y la puerta cerrándose con la indiferencia de una ráfaga de viento. Y ahí me quedé yo: con la vajilla en la mano y un sabor agrio en el alma.

Por un instante, la escena me recordó a la de dos amantes despidiéndose tras una noche fallida, de esas en las que ninguno se atreve a mencionar en voz alta lo que salió mal. Tenía esa misma tensión muda, ese aire de "mejor no hablemos de esto". Solo que no éramos amantes, ni siquiera conocidos. Éramos dos completos extraños, atrapados en una especie de malentendido doméstico.

Él no recordaba nada. Yo, en cambio, recordaba demasiado. Y por eso el silencio pesaba tanto: porque yo no sabía cómo contarle que había acabado en mi sofá por culpa de un peluche homicida, y temía que él podría haber reaccionado de mil formas. Una de ellas: denunciarme. ¿Quién no llamaría a la policía si se despertara sin recuerdos en casa de una desconocida?

Y yo, precisamente, no necesito más problemas con la policía. Bastante tengo ya con el embrollo en el comisariato, el comisario mismo y todo ese enredo que me obligó a pedir el traslado.

Todavía no había terminado de enjuagar el último tenedor cuando escuché la puerta abrirse. Era Silvia. Patri venía detrás, despeinada y bostezando. El comité de auditoría emocional, en pleno.

—¡Mari! ¿Dónde está el tipo? —disparó Patri, aún medio dormida pero alerta como un sabueso.

—Se fue —respondí sin girarme, dejando que el agua siguiera corriendo entre mis dedos.

—¿Ya se fue? —repitió Silvia, con tono de indignación personal, como si él le hubiera robado el bolso.

Asentí con la cabeza.

—Desayunó, se vistió... y se largó. Sin decir su nombre. Sin dejar el número del teléfono. Nada.

Patri bufó como si acabaran de cancelar su serie favorita. Se dejó caer en una silla con el dramatismo de quien carga con todos los desamores del mundo.

—¡Por supuesto! Son todos iguales. Egoístas, oportunistas, desagradecidos. Comen, beben, se calientan los pies y desaparecen como un pedo en el viento.

—¿Quieres café? —pregunté, sin mirarla, intentando distraerla con cafeína y no escuchar de nuevo sus quejas de Antón.

—No quiero café. Quiero justicia romántica —dijo Patri, cruzando los brazos con ese aire suyo de reina decepcionada por el estado del mundo.— ¿Y cómo fue? ¿Te miró como si fueras su salvadora? ¿Una especie de ángel urbano, con aliento a café y mirada compasiva?

—No. No hizo nada de eso —dije, sin levantar la vista del plato que estaba secando.

—¿Sospecha algo? —preguntó Silvia, más curiosa que preocupada.

—No lo creo. Me da la impresión de que no recuerda nada en absoluto. Incluso me besó de un modo raro —dije y me arrepentí de inmediato.

Patri dio un golpe seco en la mesa con la palma abierta, como si acabara de descubrir una traición personal.

—¡Lo sabía! ¡Beso de lobo! ¡Marca de territorio! ¡Y luego desaparecen como fantasmas! ¡Manual básico de cabrones! ¡Esto es de primero de desamor!

—Relájate, telenovela andante —murmuró Silvia, rodando los ojos.— Sí, perdió la memoria por el golpe, es normal que estuviera confundido.

—Confundido, seguro. Pero eso no le daba derecho a irse sin decir ni “gracias” —bufó Patri.

—Tú necesitas dormir más —le dijo Silvia con voz plana, dándole un sorbo a su café—. Y menos ver YouTube. Y no olvides que, si el tipo pasó la noche aquí, fue por tu brillante idea de lanzarle un oso por la cabeza.

—¿Mía? – exclamó Silvia.

Me hundí en la silla con un suspiro, porque las chicas otra vez empezaron a echarse la culpa una a otra.

—Mira, no me importa tanto que se haya ido —dije, pero mi voz no convencía ni a mi reflejo en el microondas—. Es solo que… toda esta situación me tiene revuelta. No sé quién es, ni qué le pasa. ¿Y si perdió la memoria por completo? ¿Y si ahora mismo está vagando por el barrio, sin saber cómo se llama, ni dónde vive, ni por qué lleva puesto un pijama que no es suyo?

Silvia dejó la taza en la mesa con cuidado, entrelazando los dedos frente a ella como si estuviera a punto de darme un diagnóstico oficial.

—¿Te sientes responsable? Es natural. Lo cuidaste, le diste techo, comida. Pero escúchame: él se fue. Por su propio pie. Consciente. Vestido. No es que lo echaras a la calle en bata. La culpa no es tuya.

Patri estaba en silencio, pero asentía con una expresión trágica, como si me estuviera velando en vida.

—Lo que no es natural —continuó Silvia, sin quitarme la vista de encima— es que esperes algo más. Un cierre, un gracias, una señal divina. No puedes controlar lo que pasa después. Solo lo que hiciste tú.

—No espero nada —mentí, bajando la vista. Era una mentira tan débil que se evaporó en el aire.

Las dos me miraron con la misma cara: ceja levantada, boca torcida, juicio silencioso.

—Vale, vale, tal vez un poquito —admití, casi en un susurro—. No sé… un nombre. Un número de teléfono. Una sonrisa sincera. Algo que no me dejara con esta sensación de… de que lo abandoné yo.

Silvia parpadeó, sorprendida por ese último matiz.

—¿Tú crees que lo abandonaste?

—No lo sé —murmuré—. Solo sé que salió por esa puerta como si nada. Como si no hubiéramos compartido esa noche extraña en la que yo temí que se muriera y él apenas sabía dónde estaba. Y no sé si está bien. Ni si tiene a alguien. Ni si va a volver. Y sí, eso me preocupa más de lo que debería.

Patri se inclinó hacia mí, genuinamente conmovida por fin.

—¿Y si vuelve?

—¿A qué? ¿A pedirme más café? —dije, cansada.




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