William
—Morales —gruñó el comisario desde el umbral de su despacho—. Tengo una buena noticia para ti.
Me detuve en seco, con la taza de café —frío y mediocre, pero funcional— a medio camino de la boca. ¿Una buena noticia? ¿Ahora? Era tan raro oír esa frase en esta comisaría que por un segundo me pregunté si el hombre se había golpeado la cabeza. Pero no dije nada. Entré, con la resignación de quien espera un malentendido disfrazado de favor.
—¿Buena noticia? ¿Encontraron al asesino de la maleta? —pregunté, con mi mejor esfuerzo por sonar cínico sin cruzar la línea del desacato. Aunque por dentro, ya me preparaba para una decepción.
—No, pero ya tienes a tu nueva agente. Como tanto insististe —respondió con una sonrisa torcida, empujando hacia mí un sobre abultado, amarillento y con la solapa arrugada, como si hubiera sido arrastrado por un vendaval de trámites. —Expediente limpio. Transferida de Central. Tú verás qué haces con ella. Empieza hoy.
—¿Ella? —pregunté, arqueando una ceja.
—Sí. Álvarez. María. ¿Algún problema con eso? —el tono del comisario ya anticipaba que no estaba para discursos ideológicos ni comentarios de vestuario.
Tragué un sorbo de café helado.
—¿Una mujer? —dije, más sorprendido que indignado. Pero incluso yo oí cómo sonaba esa frase. Como una reliquia de otra época. Me corregí de inmediato, aunque mentalmente.
—Sí, inspector. Las mujeres, si no lo sabes, forman parte del cuerpo desde hace décadas. Sé que aquí seguimos operando como en los años setenta, pero hay que ir actualizándose —replicó con ironía mientras se frotaba los ojos.
—¿Tiene experiencia en Homicidios? —pregunté, agarrándome a la última esperanza de que me quitan este morrón de encima. No porque no necesitara una nueva incorporación. La necesitaba con urgencia.
Las bajas en mi equipo no eran por muertos —todavía—, sino por renuncias. Porque, sorpresa, muy pocos estaban dispuestos a arriesgar su vida por un sueldo miserable, horarios criminales y ninguna garantía de volver a casa con la cabeza intacta. La mayoría de los buenos se iban en cuanto encontraban algo mejor. Seguridad privada. Aduanas. Cualquier cosa que no incluyera cadáveres en bolsas y cafés recalentados a las tres de la madrugada.
Y ahora llegaba ella. Una mujer. ¿Qué haré con ella?
No lo dije en voz alta. Nunca lo haría. No porque fuera un machista de manual —yo creía que no, al menos—, sino porque conocía el peso que ese detalle traía consigo. En un grupo como el mío, donde el humor era ácido, el ambiente hostil y los días eternamente grises, una mujer no solo tenía que hacer su trabajo: tenía que hacerlo el doble de bien y con la mitad del margen de error. Y aun así, sería juzgada.
—No. Pero es lista. Lee su informe —dijo, señalando la carpeta con un golpe de nudillos que resonó como un punto final.
Miré la carpeta y sinceramente, no tenía tiempo ni ganas de analizar perfiles en ese momento. No por desprecio. No por prejuicio. Sino porque tenía la cabeza sumergida en un cadáver dentro de una maleta, que encontraron esta madrugada.
—¿Ahora? —solté, sin disimular la incredulidad—. ¿No podía esperar al menos a que cierre este caso? Comisario, tengo un cadáver sin identificación, con huellas parciales, y una vecina chismosa que asegura haber visto al Papa bajarse de un Uber en la escena del crimen. ¿Cree que es el mejor momento de adiestrar el nuevo? La nueva. – me corregí.
—Nunca es buen momento. Pero tú pediste refuerzos. Aquí está. Agente María Álvarez. Aprovecha que aún no le han quemado el alma —dijo con una mueca.
—¿Cuándo empieza? – pregunté cansado.
—Hoy mismo. Reunión de grupo en Sala 2. Diez minutos. – dijo el comisario y abrió el periódico, que significaba que la conversación había terminado.
Tomé la carpeta y se la llevé bajo el brazo. Sin abrirla. Porque justo esa mañana, lo último que me hacía ilusión era recibir a una novata. Demasiado para hoy. El cadáver no hablaba, pero los de arriba sí, y lo que decían no dejaba mucho margen para improvisar. Necesitábamos resultados. Y lo necesitábamos ayer.
A las diez en punto estaba en la Sala 2, con todos los agentes en posición, mientras repasábamos los detalles del caso “de la maleta”.
—El forense estima la muerte entre las dos y las cuatro de la madrugada —informé, señalando la cronología que habíamos logrado reconstruir en tiempo récord—. No hay signos de violencia externa, pero podría ser asfixia o intoxicación. Aún esperamos toxicológicos. Necesito que rastreen cámaras de seguridad en un radio de quinientos metros y que crucen con cualquier reporte de desaparición de las últimas cuarenta y ocho horas.
Alguien asintió. Otro bostezó. El día apenas empezaba y ya se sentía como si hubiésemos corrido una maratón.
—¿Alguna pregunta? – pregunté y en este instante la puerta se abrió.
Y el tiempo… bueno, no se detuvo. Pero sí se tropezó consigo mismo.
La mujer que entró tenía el uniforme perfectamente abrochado, la expresión neutra y el paso firme. Podía ser cualquier agente novata. Pero no lo era.
Era Mari.
La reconocí al instante, aunque la última vez que la vi llevaba un pijama ridículo, me daba café en una taza con conejitos y tenía un oso gigante como testigo silencioso de una noche que —por todo lo que mi memoria me permite reconstruir— no terminó precisamente con fuegos artificiales.
Porque, seamos sinceros, si un hombre despierta vestido, con dolor de nuca, en el sofá de una desconocida, le da un desayuno en silencio… y luego lo despide con un seco “vete”, sin siquiera pedir el número del teléfono, o una petición de nuevo encuentro, lo lógico es suponer que no dejó una impresión imborrable. Ni física, ni emocional, ni de ninguna otra clase.
Y eso me incomodaba. Mucho.
No porque ella estuviera aquí, ni porque fuera agente, ni siquiera porque ahora estuviera bajo mi mando. Lo que me incomodaba era no recordar. Lo que me desesperaba era suponer.
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Editado: 25.06.2025