Golpe de suerte

Capítulo 8. El caso, los ojos, y la confusión.

Mari

Me senté.

No porque me sintiera cómoda, ni lista, ni remotamente segura de lo que estaba haciendo ahí, sino porque mis piernas empezaban a flaquear. El inspector Morales —o como mi cabeza se negaba a dejar de llamarlo, el tipo del oso— me acababa de dar la bienvenida con la neutralidad de un robot. Ni una ceja levantada, ni un “te conozco”, ni una mueca sarcástica. Solo un “Tome asiento” perfectamente cortado a nivel profesional.

Y yo obedecí.

Éramos cinco en la sala. Tres hombres que no conocía, y William. Todos con mirada seria, con carpetas en la mano o el ceño fruncido, y yo… con la frente perlada de sudor, una libreta nueva y la sonrisa tensa de quien no sabe si va a tomar apuntes o a desmayarse en directo.

—Como decía —retomó William, sin dirigirme más de una palabra—, la víctima fue hallada dentro de una maleta de marca “Samsonite” negra, modelo grande, sin etiquetas visibles ni rasgaduras. El cierre estaba intacto, pero sellado con cinta americana. El cuerpo estaba doblado sobre sí mismo, sin signos de violencia evidentes. Por ahora se sospecha asfixia o sustancia química. Estamos esperando informe completo de forense y de toxicología.

Yo asentí. Automáticamente. Como si entendiera algo. La verdad: no entendía casi nada.

Nunca había trabajado en Homicidios. Ni siquiera me había acercado a un cadáver fuera de las prácticas de la academia —y eso con guantes dobles, supervisión estricta y una bolsa para el estómago flojo, por si acaso.

La verdad era que, hasta hace dos semanas, mi día a día consistía en revisar papeleo, hacer llamadas institucionales, mantener el archivo al día… y preparar el café para jefe.

En resumen: era una agente administrativa con buen currículum y cero de experiencia real en ver la muerte de cerca. Lo más parecido que había tenido a una escena del crimen eran los informes forenses que revisaba para mi antiguo jefe, esos que leía en voz alta mientras él fingía interesarse y yo fingía que no me incomodaban los detalles escabrosos. Palabras como tóxico, fibrosis, posición fetal… me resultaban familiares solo en papel. Neutras. Técnicas. Desprovistas de olor, sangre y realidad.

Y ahora… ahí estaba yo, sentada en una sala de reuniones del grupo de Homicidios, intentando seguir una exposición sobre cadáveres metidos en maletas como si aquello fuera parte de mi rutina habitual. Tenía el bolígrafo en la mano, la libreta abierta y la expresión concentrada que tanto practiqué frente al espejo… pero la verdad era que no sabía si debía anotar algo o salir corriendo antes de que alguien me preguntara mi opinión sobre la escena del crimen.

Porque no era solo el caso lo que me ponía nerviosa, aunque hablar de cuerpos doblados en posición fetal tampoco ayudaba. Mi incomodidad venía de otra fuente. Más directa. Más personal.

Mi nuevo jefe.

El inspector William Morales.

De pie, frente a todos, con el tono de voz firme y el ceño apenas fruncido de concentración, parecía sacado de una maldita serie policial. Alto, sereno, seguro de sí mismo. Y con esos malditos ojos verdes.

Que, para mi desgracia, no dejaban de mirarme.

No de forma evidente. No como esos agentes babosos de la sala anterior que creían que una mujer con uniforme era un chiste con patas. No. Él me miraba con esa intensidad silenciosa que da escalofríos. Cada vez que giraba el rostro para explicar algo al grupo, sus ojos volvían a mí por un segundo más largo de lo necesario. Como si estuviera verificando que no era una alucinación o un error en sistema divino.

Porque no tenía sentido. Nada de esto tenía sentido. Aquel hombre desorientado, al que yo había subido a rastras escaleras arriba, el que se quedó dormido sobre mi brazo, el que devoró mis sándwiches como un náufrago… ese hombre era ahora mi superior directo. Mi jefe. Inspector de Homicidios.

—Carlos, ¿algún testigo que valga la pena? —preguntó William de golpe, mirando en dirección al agente joven sentado a mi lado. Durante un segundo, creí que la pregunta era para mí y casi me atraganto con el aire.

Apreté los dedos contra el bolígrafo, intentando disimular el temblor que se apoderaba de mis manos.

—Poca cosa —respondió Carlos, visiblemente incómodo—. Pero al menos uno asegura haber visto a un coche salir de este parque a las seis y media de la mañana.

—¿Matricula? —inquirió William, seco.

—Dice que no la recuerda. Solo que era un coche grande. Bastante llamativo, según él. Eso explicaría las huellas que encontramos en la acera, por el peso…

—Ah, claro —interrumpió William con sarcasmo—. Y la cámara de seguridad rota, ¿cómo no? ¡Un clásico!

Carlos se encogió de hombros con resignación. No hacía falta ser detective para deducir que la matrícula seguiría siendo un misterio por el momento.

El silencio se instaló en la sala.

Y yo, sin pensarlo demasiado, abrí la boca.

—¿Y si revisamos otras cámaras, un poco más adelante en la misma calle? —sugerí, sin levantar la vista del cuaderno.

Noté cómo el aire se tensaba un poco.

—¿Y cómo sabremos que se trata del vehículo de asesino? —preguntó William, esta vez sí mirándome directamente.

Sentí cómo me subía el calor por la nuca, pero respondí con la voz más firme que logré reunir.

—Si el forense sitúa la muerte entre las dos y las dos y media de la madrugada —expliqué, sin apartar los ojos del cuaderno—, es razonable suponer que se tomaron algo de tiempo para embalar el cuerpo y llevarlo fuera. No creo que arriesgaran mover una maleta con un cadáver por las calles de la ciudad. El asesino tenía que usar el coche. A las seis hay algo más de ruido, gente sacando perros, primeros coches circulando… Parece más seguro. Más... anónimo. Podemos pedir al laboratorio que analice el tipo de neumático por las huellas. Y revisar cámaras más adelante en la ruta probable del centro.

William me sostuvo la mirada un instante más. Era como si me estuviera evaluando con rayos X. Luego, asintió levemente.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.