Golpe de suerte

Capítulo 9. La nueva agente que no pedí

William

Carlos, Bruno y Santi abandonaron la sala uno tras otro, como ratas agradecidas de escapar del barco. Me quedé de pie junto al pizarrón, borrando con fuerza cada trazo como si pudiera limpiar también la tensión que se me había incrustado en los hombros.

Sentía su presencia. No necesitaba girarme para saber que la agente Álvarez seguía allí. Lo sabía. Estaba demasiado recta. Demasiado callada. Como si esperara una orden… o un disparo.

La incomodidad se me anudó en la espalda.

—Escucha, Álvarez —dije con voz seca—. No recuerdo bien lo que pasó aquella noche. Y te aconsejo que no te encargues de recordármelo. ¿Entendido?

—Sí. Entendido —respondió, firme.

—Así me gusta. Trabajo es trabajo. El resto… no importa.

Mentira. Porque sí importaba. Aunque solo fuera para mí.

Pero no había forma de decirlo sin abrir una caja que ya debería haberse cerrado.

—¿A dónde crees que vas? —solté sin siquiera girarme, justo cuando escuché el crujido leve de la silla.

Silencio. Luego, el chirrido se detuvo. Obediente. Bien. Al menos sabía escuchar.

—No te he dado permiso para salir.

Me acerqué a la caja metálica junto al archivador, la abrí con gesto seco y saqué de allí dos carpetas marcadas en rojo. Casos pendientes. Mierda acumulada. El pan nuestro de cada día. Y el nuevo caso de hoy: lo de la maleta.

Las arrojé sobre la mesa con el mismo cariño con el que uno lanza una multa de estacionamiento.

—Estos son expedientes abiertos. Léelos. Todos. Después me das tus impresiones.

—Por supuesto —respondió con corrección automática.

—No “por supuesto”. Aquí se responde “entendido”. No estamos en una cafetería. —No sé por qué lo dije. Supongo que necesitaba reafirmar el terreno. Recordarme a mí mismo quién tenía la autoridad en esa sala.

Ella asintió con los labios tensos.

—Entendido, señor —dijo finalmente. Lo dijo bien, pero me rebotó con un regusto sarcástico.

La observé mientras abría la primera carpeta y empezaba a leer con esa eficiencia que tienen los que están acostumbrados a que les exijan el doble para que les reconozcan la mitad.

Y ahí estaba el verdadero problema. No era que fuera mujer. Ni siquiera que fuera novata en mi campo. Era que... había hablado.

En la primera reunión, sin experiencia en homicidios, y habló con lógica. Con precisión. Con una maldita claridad que no se enseña en la academia. Lo peor: tenía razón. Más razón que Carlos en todo el último mes. Y eso… me jodía.

No lo iba a decir en voz alta, claro. Pero lo pensé. Y peor aún: lo sentí.

Me acerqué a su lado. No demasiado. Pero lo suficiente.

—Ese caso que tienes ahí lleva empantanado dos meses. Mujer en una obra, sin ID, con informe forense que parece escrito por un carnicero borracho. A ver si tú ves algo que se nos haya pasado.

—¿Cuál es el margen para opinar? —preguntó sin levantar la vista.

La miré. Un instante. Luego asentí.

—Tanto como te permitan tus neuronas. Pero sin florituras. Aquí importan los resultados, no el ego.

Ella no respondió. Se limitó a pasar la página. Silenciosa. Perfectamente incómoda.

Como lo era yo. Porque no era solo su eficiencia lo que me tenía atravesado. Era lo otro. Lo que ella sabía. Y yo no. Y eso me jodía todavía más.

Me crucé de brazos, la miré desde el borde de la mesa y solté, con voz neutra:

—Dime una cosa, Álvarez. ¿Por qué pediste traslado?

Alzó la vista. Me sostuvo la mirada sin pestañear.

—Porque esto me ofreció algo mejor que lo que tenía.

Mentira. Pero dicha con la suficiente firmeza como para que no pudiera desmontarla sin parecer un cretino.

Asentí lentamente.

—Bien. Veremos si esta vez, la oferta está a la altura.

Me giré y salí de la sala.

Bueno… me obligué a salir. Porque si me quedaba un minuto más, habría seguido apretándola. No con gritos ni amenazas. No. Con palabras. Con pausa. Con la clase de interrogatorio que no se graba en actas, pero deja al otro desnudo sin tocarlo.

Pero no era el momento. Primero tenía que estudiar su perfil como es debido. Me encerré en una de las oficinas vacías, abrí su expediente y empecé a leer.

Nombre: María Álvarez.
Edad: 27.
Formación: Universidad, carrera de Económicas. Con mención honorífica, nada menos.

Oh, vaya. Económicas. La especialidad favorita de los que no saben si quieren ser ministros o trabajar en una ONG. Y con honores. Qué modesta.

Idiomas: tres. Español, inglés… y ruso.

Ruso.

Claro. Porque todos los días te toca interrogar a mafiosos eslavos que cayeron por accidente. Qué útil.

Seguí leyendo, mientras mis cejas subían por voluntad propia.

Academia policial: expediente intachable. Sin notas bajas. Sin faltas. Sin informes de conducta.

Perfecta.

Y eso ya era, para mí, una enorme bandera roja.

Nadie es perfecto. Nadie. Si en un expediente no hay ni una sola mancha, es porque o lo limpiaron, o la persona en cuestión lleva toda su vida fingiendo ser alguien que no es. Ambas opciones me incomodaban.

Puestos anteriores: apoyo administrativo, tareas de coordinación, revisión de informes, atención al público.

Es decir… café. Archivos. Leer papeles. Decir "buenos días" con sonrisa fingida y ordenar los informes por color y fecha. Y ahora, súbitamente, saltamos de "atención al público" a "maletas con cadáveres". Qué salto tan natural.

Y entonces llegué a la parte buena. Mi favorita.

Observación adicional: Solicitó traslado voluntario.
Motivo: Mayor vocación operativa.

Me recliné en la silla, dejando caer la carpeta sobre la mesa con un golpe seco.

“Mayor vocación operativa.”
Voluntario.

Claro. Voluntario.

Y yo soy el Rey de Dinamarca.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.