Golpe de suerte

Capítulo 10. Primer día del trabajo.

Mari
La sala quedó vacía. Y con ella, como si alguien hubiera bajado el volumen del mundo, también se disipó la presión en mis hombros. Me quedé sola, y el silencio —que al principio se sentía intimidante, casi hostil— empezó a transformarse en algo parecido a un bálsamo. Finalmente, pude respirar tranquila. Y, por primera vez en todo el día, pensar con claridad.

Sobre la mesa estaban las carpetas que el inspector Morales me había lanzado como quien tira sacos de arena en una trinchera. Papeles manchados de café, fotocopias torcidas, imágenes que podrían quitarle el apetito a un caníbal, y notas a bolígrafo escritas como si las hubieran garabateado mientras perseguían a un sospechoso por un callejón. Bienvenidos al glamuroso mundo del departamento de Homicidios.

Me recogí el pelo en un moño improvisado, me arremangué la camisa del uniforme y abrí la primera carpeta.

El primer caso: hombre de unos 55 o 60 años, hallado muerto junto a un contenedor en una esquina olvidada detrás de un supermercado. Leí el informe del forense. Herida en la cabeza. Fragmentos de vidrio marrón incrustados. Botella rota. Nada nuevo bajo el sol.

Un caso clásico de pelea entre indigentes. Triste, pero habitual. Y condenado, casi seguro, al archivo eterno de los "no resueltos". No había documentos, ni testigos fiables, ni familiares que reclamaran el cuerpo. En barrios como este, bastaba lanzar una piedra para acertar a alguien con antecedentes penales o psíquicos. Pero nadie hablaba. Nadie quería ser el siguiente.

Como me dijo una vez un investigador en la Central, mientras encendía un cigarro con la misma resignación con la que otros se encienden una vela:

—Si encerráramos a todos los que podrían haberlo hecho, no nos quedarían celdas… ni barrotes.

Aparté ese informe. Doloroso, sí, pero estéril.

El segundo: mujer sin identificación, encontrada muerta en una obra en construcción. Tres puñaladas en el pecho. Punto. El informe forense era tan vago que daba vergüenza ajena. Ni una nota sobre la ropa de la víctima, ni una foto decente de la escena, ni un solo objeto listado en el perímetro. Parecía escrito por alguien con prisa… o con miedo. Anoté los elementos que faltaban y lo dejé aparte también. Eso requería una segunda visita al lugar —y una tercera al forense, con un diccionario en la mano.

El tercero me obligó a detenerme. El famoso “caso de la maleta”. El mismo que el inspector Morales había resumido hora antes.

Leí el informe una vez. Luego otra. Y empecé a subrayar.

Había algo en el lenguaje técnico. En la frialdad clínica con que describían la posición del cuerpo, la falta de heridas visibles, el uso de cinta americana en el cierre. Algo que no solo me resultaba conocido… sino personal.

Me levanté. Crucé la sala y empecé a rebuscar mentalmente entre los archivos que alguna vez pasaron por mis manos. Y ahí, entre imágenes borrosas de papel arrugado y palabras mal tipeadas, apareció. Un caso de hacía meses, cuando aún trabajaba en la Central. Un ayudante de laboratorio, desesperado por no entender un informe, me lo pasó para que lo transcribiera y le sacara sentido.

Una mujer joven con múltiples lesiones fue hallada también en una maleta de la misma marca “Samsonite”. También con cinta americana en el cierre. La encontraron también en un parque forestal, aunque al otro lado de la ciudad. Caso sin resolver. Sin nombre. Sin pista.

Volví a mi silla. Abrí el informe de Morales. Aún faltaba informe de forense, pero comparé lo que había. Palabra por palabra. Método, postura, envoltorio. La misma maldita firma invisible.

Me froté los brazos. No por frío. Por la certeza.
¿Era el mismo asesino? O alguien que lo imitaba con una precisión escalofriante.

El estómago se me anudó, pero la mente se activó. Tomé una hoja en blanco y comencé a escribir. Ya no eran notas sueltas o observaciones. Eran conexiones. Vínculos. Líneas rojas entre dos crímenes separados por el tiempo, pero no por el patrón. Era como si alguien estuviera firmando en código… y yo empezaba a descifrarlo.

Y entonces lo sentí: por primera vez en mucho tiempo, me sentí útil. No como una burócrata del café bien hecho. Sino como una investigadora. Como alguien que podía ver más allá de la tinta negra sobre papel manchado.

Pero también me sentí vulnerable. Porque si yo tenía razón —y cada parte de mí gritaba que sí—, el caso era más grande de lo que parecía. Más peligroso. Y muy posiblemente, más incómodo para los que preferían archivar y olvidar.

Terminé de escribir. Miré la carpeta cerrada. Me mordí el labio. Dudé.

Pero luego me levanté. La tomé con firmeza y salí de la sala.

Encontré al inspector Morales en el pasillo, justo cuando terminaba una llamada. Ya no llevaba el uniforme. Estaba en vaqueros oscuros, los mismo con los que había dormido en mi sofá y un suéter de cuello alto.

Guardó el teléfono en el bolsillo trasero de los vaqueros y, al verme, alzó una ceja.

—¿Qué tal, Álvarez?

Me aclaré la garganta, algo desconcertada aún por la imagen.

—He encontrado algunas similitudes...

—Similitudes son útiles —me interrumpió con ese tono práctico suyo, sin emoción—, pero dime una cosa: ¿tienes coche aquí?

—Sí… —respondí, sin entender del todo el cambio de tema.

—Bien. Vamos a la morgue. Hay algo que quiero que veas. Y por el camino, me cuentas esas similitudes tuyas.

Y así, con la carpeta bajo el brazo y un nudo en el estómago que no sabía si era miedo, nervios o hambre atrasada, lo seguí.

El trayecto hasta la morgue fue corto y tenso.

William no habló mucho. Apenas soltó un par de frases sueltas sobre el caso, sin emoción. Como si estuviéramos yendo a recoger un paquete en lugar de examinar un cadáver. Yo, por mi parte, me limité a resumir mis hallazgos con la mayor neutralidad posible, aunque por dentro aún sentía que estaba temblando. No por el cuerpo en la maleta… sino por la reacción que pudiera tener él al saber que una agente recién llegada estaba uniendo piezas antes que nadie.




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