Golpe de suerte

Capítulo 11. Depósito de cadáveres.

Mari.

La palabra “novata” todavía flotaba en el aire como un perfume barato, cuando Olivia giró sobre sus tacones invisibles y fue hasta la puerta con tablero en la puerta: Zona de autopsias. Su bata blanca ondeaba como una bandera de propiedad. Ella mandaba aquí, lo dejaba claro en cada gesto, y William… bueno, William no parecía tener prisa por devolverme la palabra. Ni por explicar nada sobre un comportamiento tan “peculiar” con la forense.

Entramos en una sala. El frío se me metió entre las costuras del uniforme, pero no era el clima lo que me helaba. Era la sensación de estar fuera de lugar. De haber entrado en un territorio al que no me llamaron y, para ser sincera, tampoco me moría por visitar. Me quedé cerca de la puerta, con el cuerpo en guardia.

La forense abrió un depósito y sacó una bandeja gigante. Un cuerpo cubierto con sábana esperaba su momento de protagonismo.

—Acércate, Willy —dijo Olivia, sin mirarme—. Tengo noticias jugosas para ti. Algunas médicamente fascinantes... otras, inquietantes.

Morales avanzó, y yo seguí anclada en mi sitio.

—Adelante, sorpréndeme —dijo él, cruzando los brazos.

El acero crujió levemente bajo los guantes de Olivia mientras levantaba el paño con teatralidad contenida. Ahí estaba. El hombre de la maleta. Joven, quizás treinta años. Tez pálida, cabello oscuro, sin signos visibles de violencia. Doblado sobre sí mismo, con la rigidez post-mortem ya instalada como una sentencia.

—No hay hematomas visibles —dijo Olivia, deslizando el puntero quirúrgico sobre el torso desnudo—. Pero eso ya lo sabías, ¿verdad?

—Sí. Lo adelantó el médico de turno. ¿La causa exacta? —preguntó William.

—Asfixia —dijo ella, ahora con tono clínico—. Mira aquí —señaló la boca o el cuello. No lo vi claro—. Enrojecimiento leve. Lo hicieron con un objeto textil, blando, alargado… una bufanda, cinturón de bata, camiseta enrollada. Algo que permite apretar con firmeza sin dejar huellas evidentes.

—¿Lo ataron?

—No. Fue presión directa, desde atrás. Lenta, precisa. Hipoxia controlada. Se necesitó sangre fría. De esa que no se enseña en ninguna academia.

—Preferiría no visualizarlo —murmuró William.

—Y ahora lo más divertido —canturreó Olivia, como quien anuncia el postre—. Encontré fluido seminal en la zona anal. Muy reciente. Una hora antes de la muerte, como mucho. Y antes de que preguntes: no hay signos de violencia sexual. Nada de desgarros, ni trauma. Fue… voluntario.

William arqueó una ceja, pensativo.

—Entonces… sexo entre hombres. ¿Una cita que salió mal?

— No lo sé. Tal vez. Es tu trabajo investigar. Yo digo lo que veo. Aunque me inclino por un juego sexual. Hay gente que se excita con la asfixia. Pero en este caso, alguien apretó demasiado.

—Y luego se asustó y decidió empaquetar el cadáver.

—Exacto —respondió ella, girando un bisturí entre los dedos—. Pánico disfrazado de frialdad. Limpió el cadáver, pero con urgencia y no limpió del todo bien.

Un clic mental me sacudió. El informe. La chica del caso anterior. Ella también había tenido relaciones antes de morir, pero había sido drogada y torturada. ¿Y sí es el mismo patrón? ¿Y si anda aquí suelto un asesino en serie?

—¿Tienen ya resultados toxicológicos? —pregunté. Mi voz salió firme, inesperadamente.

Olivia me miró con sorpresa. Como si una planta decorativa acabara de citar a Shakespeare.

—Mañana, con suerte. El laboratorio anda lento —dijo con un suspiro. —. Y con el presupuesto actual, no esperes milagros.

William se acercó, su sombra me alcanzó antes que su voz.

—¿El forense del otro caso mencionó alguna sustancia concreta?

—No recuerdo el nombre, pero sí. La víctima tenía restos de droga en sangre. También había tenido relaciones. Y fue asfixiada con un objeto textil, blando, alargado… aunque tenía múltiples lesiones externas.

—Entonces puede que tengas una serie —dijo Olivia, más seria—. Tráeme ese informe cuando puedas. Me gustaría compararlos.

Asentí. Pero dentro, sentía que el aire se volvía más denso. Esto ya no era intuición. Era real. Un patrón. Una historia que nadie parecía querer leer.

—¿Qué opinas, Álvarez? —preguntó William. Su voz rompió el aire como una piedra en el agua.

Me giré hacia él. No quería parecer impresionable. Ni pretenciosa. Y menos aún eclipsar a Morales delante de su círculo de confianza. Pero él mismo me preguntó y lo que tenía delante ya no era intuición. Iba a responder. Pero su teléfono sonó justo en ese momento. Sin una palabra, se apartó de mí y salió de la sala.

Me quedé sola con Olivia y su reino de acero.

—¿Puedo preguntarle algo, doctora? —dije, sacando notas del caso número dos para mantenerme ocupada.

—Claro, novata —respondió, aún sin perder el tono sarcástico—. ¿Qué tienes en esa cabecita? Aparte de Willy.

—El informe de la mujer encontrada en una obra —empecé, tratando sonar profesional y no caer en las bromas de esta bruja—. El forense apenas dejó anotaciones. Tres heridas punzantes, sin descripción de la ropa, sin inventario del entorno, ni una sola mención a objetos cercanos. ¿Por qué tan... escaso?

Olivia me miró un instante, en silencio. Esta vez no había sonrisa. Solo interés real, evaluativo. Como si midiera el peso de mis palabras antes de decidir si valía la pena responder.

—¿Ese informe pasó por mis manos? —preguntó, más para sí que para mí.

—No lo sé. Pero venía firmado por “A. Gómez”.

Ella bufó, girando los ojos.

—Gómez… Claro.

Sin decir más, fue al ordenador. Tecleó algo y caminó hasta un refrigerador al fondo. Introdujo un código. Un zumbido, un nicho que se abre.

—Vamos a ver qué tan mal lo hizo mi sustituto —murmuró.

La bandeja salió. Sobre ella, un cuerpo envuelto en una sábana mal cerrada.

—Acércate, Álvarez.

Era un esqueleto. Huesos grises. Costras secas en las costillas. El cráneo girado. Un mechón de cabello atrapado en la tela.




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