William
Lo último que esperaba al salir de la llamada era una emboscada biológica.
Un segundo estaba revisando el informe de la cámara de seguridad. Al siguiente, tenía a Mari Álvarez estampándose contra mí como un misil humano… y vomitando su desayuno entero sobre mis vaqueros.
—¡Maldita sea, Álvarez! —grité, más por reflejo que por rabia. El asco vino después. Con fuerza.
Ella se quedó ahí, con los ojos como platos y la boca todavía medio tapada. Estaba roja. No de vergüenza común, sino de esa vergüenza que deja trauma.
Y luego… se puso pálida como una sábana de morgue y se desmayó.
Así, sin transición. Un parpadeo largo, un leve tambaleo, y de pronto la tenía en mis brazos. Inconsciente. Lánguida. Tibia. Tuve que sujetarla antes de que se desplomara como saco de patatas. Aunque en realidad… ya era demasiado tarde para evitar la catástrofe.
—¡Oli! —grité, para pedir ayuda. —¿Qué demonios hiciste? —le solté en cuanto la vi.
—¿Yo? —preguntó ella, llevándose una mano al pecho con teatralidad indignada—. Solo le mostré lo que me pidió: el cuerpo de la mujer de la obra.
—¿Así, sin más? ¿Le enseñaste un maldito esqueleto? ¡Gracias Olí!
—¡William! —protestó, ahora con un dejo de culpabilidad genuina—. Te recuerdo que fue ella quien lo pidió. Me hizo una pregunta sobre el informe, yo revisé el archivo y simplemente se lo mostré. No la forcé a oler huesos ni le puse una calavera en la cara.
—No necesitabas hacerlo —le gruñí, bajando un poco a Mari para ajustarla en mis brazos—. Sabías que era su primer día, sabías que aún no estaba acostumbrada a este ambiente... ¡y aun así le tiras encima media osamenta! ¿Qué hago ahora?
—Tráela por aquí —dijo Olivia, abriendo una puerta lateral con un suspiro cansado—. Te dije que este no era un lugar para princesitas. Y, sinceramente, la novata aguantó más de lo que esperaba. Al menos no se desmayó encima del cadáver.
—Y no vomitó sobre ti, ¿verdad? —repliqué, amargo, mientras echaba una rápida mirada a los restos de su desayuno esparcidos sobre mis vaqueros.
Olivia alzó una ceja con gesto automático... hasta que sus ojos bajaron y vio las manchas. Su expresión cambió al instante: menos sarcasmo, más conciencia de la escena.
—Lo siento, Willy —dijo en un tono más suave, sin adornos ni defensa—. De verdad. No pensé que le afectaría así. La mayoría simplemente no entran. Pero ella…
—Porque es terca como una burra —murmuré, mirando a Mari, que seguía inconsciente en mis brazos, con la cabeza ladeada y la respiración apenas perceptible. Parecía una muñeca caída en una tormenta.
Olivia se movió con eficiencia. Colocó una sábana limpia sobre una camilla, la alisó con rapidez y me hizo un gesto con la mano para que la acostara allí.
—Ponla aquí. Despacio.
La dejé con cuidado sobre la camilla. Olivia ya estaba rebuscando en una estantería metálica, y segundos después volvió con un pequeño frasco en la mano.
—Tranquilo. En un par de minutos se despierta —dijo mientras destapaba el frasco y lo acercaba a la nariz de Mari—. Y tú… quítate los pantalones.
Me giré hacia ella con una ceja en alto.
—¿Qué? ¿Y me quedo en calzoncillos?
—Por favor, como si fuera la primera vez que te veo medio desnudo —bufó ella, sin perder el ritmo—. Te cosí la pierna hace tres años. Por si lo has olvidado, soy médico. Bueno, forense, pero los principios son los mismos.
Luego bajó la voz, inclinándose hacia Mari con una suavidad que rara vez usaba con nadie.
—Shhh, no pasa nada… —le susurró con dulzura mientras le levantaba la cabeza—. Te desmayaste. Pero ya estás bien. Respira.
La observé en silencio. Olivia, en sus momentos de verdad, era otra persona. Y Mari… bueno, parecía tan frágil ahí tumbada que algo dentro de mí se revolvió.
Olivia me dio el frasco, con no sé qué, y me ordenó que lo acercara a sus fosas nasales. Luego, con la eficiencia teatral que la caracterizaba, desapareció con mis vaqueros manchados en dirección a la lavandería, murmurando algo sobre “protocolo de salpicaduras no deseadas”. La puerta se cerró con un clic suave, dejándome solo con Álvarez.
En calzoncillos. Con la bata de forense colgada del perchero demasiado lejos como para salvar mi dignidad sin hacer el ridículo.
Mari empezó a moverse.
Primero, un leve aleteo de los párpados. Después, un estremecimiento involuntario en los hombros. Finalmente, un suspiro que sonó más a resurrección que a despertar.
—¿Qué…? —murmuró, con voz pastosa, sin abrir del todo los ojos—. ¿Dónde…?
—Tranquila —dije, carraspeando. Mala idea. Mi voz salió más tensa de lo que pretendía. Más rasposa. Más culpable. —No te muevas mucho todavía.
Ella parpadeó varias veces, enfocando. Hasta que me vio.
Y entonces...
—¿Está usted… sin pantalones? —preguntó despacio, como si necesitara confirmar que no estaba teniendo una alucinación inducida por trauma.
—Lo parece, ¿no? —respondí, cruzando los brazos con toda la dignidad que un hombre en ropa interior podía reunir.
Ella se incorporó de golpe, pero se llevó la mano a la cabeza al instante. Mareo. Normal. Aun así, luchaba por sentarse como si le hubieran ofrecido una medalla por lograrlo.
—Me desmayé… —dijo con una voz entre horrorizada y humillada.
—Sí —asentí—. Vomitaste sobre mí y luego te desmayaste. Todo muy profesional. Un clásico primer día, diría yo.
Ella cerró los ojos un segundo. Como si considerara fingir la muerte por vergüenza.
—Lo siento. Mucho.
—Ya te disculpaste con mis vaqueros —repliqué con una mueca—. Están en cuidados intensivos ahora mismo, gracias a Olivia.
Ella abrió los ojos de nuevo, más alerta esta vez. Intentando juntar lo que quedaba de su dignidad.
—¿Dónde están sus pantalones?
La miré durante un segundo. Bastó para ver cómo sus dedos se aferraban a la sábana y cómo mordía por dentro el orgullo. Había sobrevivido a una comisaría llena de machos alfa, a una forense con alma de showgirl, un cadáver retorcido, un esqueleto atroz y, por si fuera poco, tuvo la sorpresa de verme como su nuevo jefe.
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Editado: 25.06.2025