Golpe de suerte

Capítulo 13. Consejos solicitados.

Mari

Cuando cerré la puerta de casa, lo primero que hice fue quitarme el uniforme y meterla en la lavadora. No por higiene. Ni por costumbre. Fue un acto de liberación pura. Como si al deshacerme del olor y manchas también pudiera quitarme el peso de todo lo que había pasado en menos de cinco horas.

Silvia apareció desde el pasillo, con su taza de té de jazmín en una mano y una mascarilla de arcilla verde que le daba aspecto de marciana amable.

—¿Ya? ¿Qué pasó? ¿Te despidieron o te ascendieron por accidente? —preguntó con una ceja arqueada y ese tono entre sarcasmo y ternura que la hacía insoportablemente buena en su trabajo como psicóloga.

—Vomité sobre mi jefe. Luego me desmayé. Me desperté encima de una mesa de autopsias. —Arrojé la capsula de detergente en el tambor de la lavadora y la encendí.

Silvia parpadeó.

—Bueno. Definitivamente no es ascenso entonces.

—Silvia. No estoy de humor.

—Perdón. ¿Quieres té, vino, o algo más fuerte?

—¿Tienes una pala para enterrarme viva?

—No, pero tengo chocolate negro con sal marina y naranjas confitadas.

Suspiré.

—Vale. Chocolate.

Me dejé caer en el sofá. No en el sentido decorativo. Fue un colapso emocional en cámara lenta. Silvia desapareció unos segundos y volvió con el chocolate y una manta, que me arrojó como si fuera una red salvavidas.

—¿Quieres contarme qué ha pasado, o hacemos el ritual de gritar contra la almohada primero?

—No lo sé. Todo fue… un caos. —Hundí la cara entre las manos—. Primero la nueva comisaría. Un nido de testosterona rancia. Luego me asignan a Homicidios. Sin aviso. Y claro, ¿quién es mi jefe? El mismo hombre a quien Patri arrojó mi oso y que se durmió en mi sofá hace dos semanas.

Silvia se congeló en el movimiento de abrir el chocolate.

—¿El hombre del oso?

—Sí. William. Inspector Morales.

—Dios. Pero… ¿él te reconoció?

—Sí. Pero no hablamos del tema. Por cierto, me parece que él no recuerda nada y piensa que entre nosotros pasó algo.

-¿Algo? ¿En que sentido? – preguntó Silvia.

-No sé, pero me avisó para que no le recordaba lo ocurrido. Luego me lanzó carpetas como si yo fuera su becaria y cuando abrí una… ¡Zas! Me di cuenta de que el nuevo caso del cadáver en la maleta es casi idéntico a uno que vi en Central. Mismo patrón, misma forma de matar, mismos indicios. Le conté. Y en lugar de decirme “buen trabajo”, me llevó a la morgue.

—¿Y ahí lo vomitaste?

—No, eso fue después de que su forense —una rubia de piernas infinitas, labios rojos y complejo de reina del hielo— me soltara un hueso humano encima del pie.

—Ajá…

—No es raro. Si vieras aquel esqueleto, tu también vomitarías. Pero lo peor de todo, que lo hice encima de él. No sé, cómo pasó. – cerré la cara con las manos. – ¡Dios mío, que hago ahora!

—¿Y tú qué sientes? —preguntó Silvia, y al instante quise tirarle la taza de té.

—Silvia. Por favor. No me analices ahora. Solo quiero consejo. ¿Me largo? ¿Aguanto? ¿Le planto cara?

—Vale, sin diván. Cuéntame todo lo que pasó y con detalles. – pidió y le conté lo ocurrido en mi primer día del trabajo. – Sabes, me parece que William me llevó al depósito de cadáveres a propósito. Para enseñar, que no hay que meterse a donde él no me llama. ¿Qué hago?

-A ver… ¿quieres la versión amiga o psicóloga camuflada?

—Dame las dos. Pero con chocolate.

Ella rompió una porción y me la puso en la mano como si fuera un medicamento de prescripción.

—Versión amiga: ese sitio es un infierno y tú vales demasiado como para andar esquivando cadáveres y huesos voladores —dijo Silvia con su tono ligero de siempre, pero los ojos más serios—. Y sinceramente, los homicidios no son para una chica como tú.

—¿Una chica como yo? —pregunté, arqueando una ceja, ya medio indignada.

—Sí. Tú. Que eres demasiado buena. Demasiado honesta. Te afecta todo. Tienes corazón blando, y en ese sitio, lo primero que te arrancan es el corazón. Lo segundo es el sentido del humor.

Abrí la boca para protestar, pero ella levantó una mano antes de que pudiera decir nada.

—Peeeero… también sé que no te vas a rendir. Nunca lo haces. Porque eso le daría la razón al baboso de tu exjefe, y tú preferirías comerte una docena de huesos humanos antes que verlo sonreír.

Tuve que reír. Porque sí, maldita sea, tenía razón.

—¿Y ahora la versión psicóloga? —pregunté, preparándome para el diagnóstico.

Silvia se enderezó en el sofá, cruzó las piernas y entrelazó las manos como si accionara un interruptor invisible que la transformaba de “mejor amiga con vino” a “terapeuta diplomada en traumas humanos”.

—La versión psicóloga dice... que hoy tu cuerpo gritó lo que tú aún no te das permiso de aceptar: estás en shock emocional. Has pasado de revisar papeleo y contestar llamadas a ver cadáveres reales en bandejas de acero. Mari, eso no es un ascenso. Es un salto al vacío. Sin red. Sin casco. Y con todo el susto de reconocer al hombre del oso, que por la desgracia ahora es tu jefe.

Tragué saliva, despacio.

—¿Y desmayarme también entra en la categoría de reacción válida?

—Totalmente. Tu cuerpo te dijo: “Hasta aquí llego, cariño. Me bajo del tren”. Y tú lo ignoraste todo el día. Así que al final, te cobró la factura. Con IVA incluido.

Me dejé caer contra el respaldo del sillón, sintiendo el peso del día en cada hueso. Sus palabras eran como bálsamo, sí, pero no alcanzaban a disolver ese nudo justo debajo del esternón.

—¿Y si no soy apta para esto? ¿Y si no tengo lo que hace falta para estar en Homicidios?

Silvia se inclinó hacia mí, con esa mirada de terapeuta que sabe exactamente dónde meter el dedo sin romperte.

—Mari, lo que hace falta ahí no es solo estómago. También se necesita cabeza fría, sí, pero además intuición, empatía, sensibilidad... la capacidad de leer entre líneas, no solo revisar los cadáveres. Y tú hoy encontraste una conexión, unas pistas que nadie más vio. Ni siquiera tu inspector sexy de mandíbula tallada a cincel.




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