William
Volver a la comisaría después de lo de la morgue fue como arrastrar una resaca sin haber probado una gota de alcohol. El aire olía a lo de siempre: café recalentado, humedad, papeles viejos y frustración mal disimulada. Nada había cambiado, excepto yo. Porque ahora tenía en la cabeza la imagen de Álvarez, desmayada entre mis brazos.
Y por muy profesional que intentara ser, esa escena se me había incrustado como una astilla bajo la piel.
No fue solo incomodidad. Fue susto. Un susto real. Visceral. De los que no admito ni bajo amenaza. Verla desplomarse así… me descolocó.
No porque no haya visto desmayos antes. He visto cosas peores. Pero esto fue distinto.
Olivia lo dijo claro, con ese tono suyo de bisturí afilado: “La novata aguantó bastante. Se lo tragó todo en silencio.”
Y ahí entendí que me había pasado. La llevé a la morgue a propósito. Para ponerle límites. Para marcar territorio. Y ella… en lugar de quejarse, resistió y entró. Hasta que el cuerpo le falló.
Y cuando se desmayó, no sentí alivio ni superioridad. Sentí un nudo. Uno que aún llevaba conmigo cuando volví a la comisaría.
Porque la verdad —aunque me joda admitirlo— es que me preocupé más de lo que debería. Y eso, para mí, ya era un problema.
Pero no era momento de revolcarse en lo emocional. Había un caso que resolver.
Santi me había llamado justo antes del festival de huesos sueltos en la morgue. Su voz por teléfono sonaba tensa.
—Tenemos el coche. El testigo lo reconoció. Necesitas verlo tú.
—¿Para qué? ¿No puedes resolverlo solo? —pregunté, sorprendido.
—Averiguamos quién es el dueño. Y eso no te va a gustar.
Eso solo podía significar una cosa: algo olía mal.
Entré directo a la sala de operaciones sin quitarme la chaqueta. Bruno estaba apoyado en la pizarra y Carlos jugaba con su bolígrafo como si eso pudiera acelerar el tiempo. Santi, el más serio de los tres, fue quien se puso de pie apenas me vio.
—Inspector —saludó—. Buen momento para volver.
—¿Qué tienen? —pregunté, sin rodeos. Estaba agotado. De pies a paciencia.
—Tenemos dos cosas. Una buena, otra… no tanto —dijo Bruno, apoyado contra la pizarra con su sonrisa de imbécil funcional—. ¿Con cuál quieres empezar?
—Da igual —mascullé, dejando caer mi chaqueta sobre la silla.
Carlos giró su silla hacia mí con una vuelta demasiado dramática para la hora.
—Ya tenemos la identidad de la víctima. El análisis de huellas dio resultado. Se llamaba Ángel Valverde. Famoso peluquero. Dueño de un salón bastante exclusivo en el centro.
Parpadeé. Eso no me lo esperaba.
—¿Peluquero? —repetí. Pero en cuanto lo dije, una pieza hizo clic en mi cabeza. Las palabras de Olivia. Las conclusiones de la autopsia. —Entonces tiene sentido.
—¿Sentido… qué? —preguntó Bruno, frunciendo el ceño—. ¿Que lo mataran?
—No —respondí, girando el rostro hacia ellos—. Olivia dijo que la víctima había mantenido relaciones sexuales antes de morir. Penetración anal, sin signos de violencia. Voluntaria. Reciente.
Los tres me miraron con expresiones que iban desde la sorpresa hasta la incomodidad.
—¿Y qué tiene que ver con que fuera peluquero? —preguntó Carlos, ladeando la cabeza.
—Relájate, que no estoy estereotipando —respondí, elevando una ceja—. Lo menciono porque ayuda a perfilar. El estilo de vida, el entorno, los posibles vínculos con quien fuera que lo acompañara esa noche. Si tuvo sexo consensuado antes de morir, probablemente conocía a su asesino. Y si hablamos de un encuentro íntimo… entonces tal vez fue una cita que se torció.
—O alguien quiso que pareciera eso —intervino Santi, más serio—. Ya sabes, como distracción. Un encubrimiento.
—Puede ser. Pero el cuerpo no mentía —dije, cruzándome de brazos—. Fue asfixiado con un objeto textil. Algo blando, tipo bufanda o cinturón. Olivia cree que fue un juego sexual que salió mal. O que alguien lo mató fingiendo que era parte del juego.
Bruno soltó un silbido bajo.
—Entonces... ¿asesinato disfrazado de accidente?
—O accidente que se volvió asesinato —dije—. Dependerá de lo que encontremos con el coche y en los antecedentes del tipo. ¿Y la mala noticia? —pregunté luego, dirigiéndome a Bruno.
—Ah, claro. El coche es un jeep negro, matrícula parcial 37R-BZ, captado por una cámara vieja en la esquina de Santa Gertrudis. Mismo modelo, mismas dimensiones, mismo horario: 6:12 a.m. El testigo lo reconoció.
—Eso es bueno —dije, aún sin ver lo malo.
—Y lo malo es que pertenece a Steve Rain.
Tragué saliva.
—¿Rain... el hijo mayor de Samuel Rain?
—El mismo —respondió Bruno—. El heredero de la corona. Empresario, constructor, donador de medio hospital y uno de los sinvergüenzas más intocables de esta maldita ciudad.
—Maravilloso —murmuré—. Justo lo que necesitábamos: un hijo de papá millonario con coche sospechoso y justicia blindada.
Santi me pasó una carpeta.
—El chico tiene antecedentes menores. Velocidad, peleas de bar, un par de denuncias por agresión… ninguna llegó a juicio. Todo sepultado bajo toneladas de cheques y favores.
—¿El testigo está seguro de que era este coche? —pregunté.
—Lo reconoció en el vídeo —afirmó Carlos—. Sin dudar.
Me senté en la punta de la mesa. El peso de la información me hundió un poco más en el día.
—¿El testigo lo vio salir del parque donde estaban las marcas de neumáticos?
—Exacto.
—¿Confirmación del laboratorio?
—No todavía, pero prometen que estará lista mañana.
Asentí, cruzando los brazos.
—¿Se solicitó orden para revisar el coche?
—Sí. El comisario ya está en eso. Pero, William… —añadió Santi en voz más baja—, si esto llega a los medios, nos van a cortar las alas antes de despegar.
No respondí de inmediato. Sabía lo que eso significaba: manos atadas antes siquiera de empezar.
—Fantástico —dije, cerrando el informe con un chasquido seco—. Un cadáver, un coche, y un sospechoso con abogado vitalicio.
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Editado: 25.06.2025