Golpe de suerte

Capítulo 15. La casa de los Rain

William

Cuando llegó el momento de decidir quién me acompañaría a casa de los Rain, la elección fue simple.

Santi.

Podía haber llevado a Bruno, con su sarcasmo de baja calidad y su talento natural para meter la pata en los peores momentos. O a Carlos, que tenía buen ojo, sí, pero nervios de estudiante en examen cada vez que olía a alfombra cara y whisky de 300 euros.
Pero no. Para enfrentar a un Rain, se necesitaba algo más que presencia. Se necesitaba control. Contención. Pulso firme.

Y eso era Santi.

No hablaba mucho. No bromeaba fuera de lugar. Y sobre todo, sabía cuándo mantener la boca cerrada… y cuándo abrirla con precisión quirúrgica. Un agente sobrio en todos los sentidos. Por eso, cuando me acerqué a su escritorio y le lancé una mirada, bastó con un gesto de cabeza.

—Conmigo —dije.
—¿Vamos a casa del niñato? —preguntó, ya poniéndose la chaqueta.
—Exacto. Quiero ojos atentos y cero improvisaciones. Hoy no podemos permitirnos errores.

Mientras bajábamos por las escaleras del edificio, repasé mentalmente lo que teníamos. Un cadáver. Un coche que aparece en el lugar de los hechos. Un testigo que lo reconoce. Y un apellido con más influencia que la ley.

—¿Crees que va a hablar? —preguntó Santi sin girar la cabeza.
—No. Pero quiero verlo mentir en directo. A veces, eso es más útil que una confesión.

Nos subimos al coche sin más palabras. El trayecto hasta la residencia Rain se hizo bajo un silencio denso, casi táctico. De esos que preceden a las maniobras delicadas.

Yo no paraba de pensar en cómo giraría todo esto si cometíamos un paso en falso. Porque los Rain no eran solo ricos. Eran poder. Poder disfrazado de filantropía, de constructoras limpias y donaciones al hospital central.
Pero detrás de cada sonrisa en las galas benéficas había un escudo legal y una docena de abogados esperando como halcones sobre el tejado.

—¿Y si no nos dejan pasar? —preguntó Santi cuando giramos hacia el barrio privado.
—Entonces sabremos que estamos más cerca de la verdad de lo que quieren admitir.

La mansión apareció como una postal: muros blancos, jardinería quirúrgica, ventanas impecables. Silencio de dinero bien escondido.

Apreté el volante.

—Vamos a ver qué tan intocable es el hijo del rey.

La entrada principal era una de esas puertas dobles de madera tallada, con herrajes oscuros que gritaban dinero viejo, pero la cerrajería moderna de lujo. Nos detuvimos ante el intercomunicador, pero no llegamos a tocarlo.

Detrás de aquella puerta tallada, la riqueza no podía disimular la podredumbre que se cocía adentro. Desde dentro, una voz estalló contra las paredes.

—¡Eres igual que ellos! ¡La mataste! —gritó una voz masculina, joven, rasgada por la furia, pero con un temblor tan humano que dolía. Era el grito de alguien roto por dentro. No solo enfadado… herido.

Santi y yo nos miramos en seco. La tensión en el aire se volvió densa, como si alguien la hubiera derramado desde dentro.

—¡Cállate, idiota! —le respondió otra voz, grave, pausada, pero cargada de un veneno gélido—. Ella se mató sola. ¡Sola! ¡Tú mismo la metiste en esa clínica y se escapó! ¿Ahora de qué me acusas? ¿De haberte enamorado de una drogadicta?

La respuesta no tardó. Y no fue menor.

—¡Si no fuera por desgraciados sin principios como tú, ella no se habría vuelto una drogadicta! —chilló el joven con el pecho abierto—. ¡¡Tú la querías muerta, padre!! ¡¡Por eso no me ayudaste a buscarla!!

Santi apretó la mandíbula. Yo flexioné los dedos con tensión. Aquello iba más allá de un berrinche familiar. Había confesiones. Acusaciones. Culpas enterradas que afloraban con una desesperación peligrosa.

—¿Yo? —bramó el adulto, dejando escapar por fin el rugido de quien siente que está perdiendo el control—. ¡No tienes ni idea de lo que estás diciendo!

—Tienes razón —replicó el hijo, con un tono más bajo, pero más oscuro aún—. No tengo ni idea… y no quiero tenerla. No quiero tener nada que ver con gente como tú.

—¡No digas estupideces! ¡Tú eres parte de esto, te guste o no!

—¡Pues no quiero serlo! —la voz se quebró al final, y en ese segundo, fue más niño que hombre.

—¡Sam, por favor, detenlo! —intervino entonces una mujer, con un tono de súplica afilada. La madre, seguramente. Nerviosa, desesperada. Como alguien que veía cómo se le escapaban los hilos de una familia cuidadosamente maquillada durante años.

Santi y yo dimos un paso atrás del interfono. Ya no hacía falta llamar. Estaban demasiado ocupados destruyéndose como para notar nuestra presencia.

—¿Y cómo piensas vivir, eh? —soltó la voz adulta con sarcasmo—. ¿A base de gritos? ¿De culpas?

—No te preocupes. Me da asco tocar ese dinero que la mató —escupió el chico—. Ese dinero que compró tu silencio, tus fiestas, tu... puto imperio.

Un portazo crujió como una bofetada. Segundos después, oímos el encender de un coche.

—¡No! ¡Deja el coche! ¡Ese coche también fue comprado con ese dinero sucio! —gritó el padre desde dentro.

—¡Quédate con él! No quiero nada. Me iré, aunque sea a pie.

Silencio.

Lo que acabábamos de escuchar dejaba claro que habíamos llegado en el momento menos oportuno. Incluso si Steve Rain no estaba involucrado en el asesinato de Ángel Valverde, después de semejante escena se negaría a hablar con nosotros sin abogados y una orden judicial. Así que le hice un gesto afirmativo a Santi y nos dirigimos al coche.

De repente la puerta se abrió de golpe y un hombre joven, mejor dicho, un chaval salió disparado por el umbral, con una mochila colgando de un hombro y los ojos enrojecidos por algo que no era solo rabia.

No teníamos ninguna duda: era Steve Rain, el que acababa de pelearse con su poderoso padre. Parecía más joven, que vimos en las revistas y por la tele. Con el pelo revuelto, chaqueta de deporte normal, aunque sospechaba que era muy cara, y ese andar de quien ha tenido dinero toda la vida, pero ya no sabe si le pertenece.




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