Golpe de suerte

Capítulo 16. La confesión y la confusión.

William.

Veinte minutos después, estábamos sentados en una mesa del fondo, en un bar discreto que conocía bien. Música baja, cerveza fría, y lo más importante: anonimato garantizado.

Santi pidió café. Yo, lo mismo que Steve: una cerveza. Solo una. Por ahora.

Steve bebió en silencio, mirando el vaso como si tratara de encontrar respuestas en la espuma.

—Tienen pinta de saber guardar secretos —dijo de pronto.

—Tenemos práctica —respondí, dejando el vaso sobre el posavasos.

—Mi padre cree que todo se arregla con abogados o con amenazas. Pero hay cosas que no se pueden enterrar bajo contratos.

—Como los muertos —dije.

Él alzó la mirada. Ya no desconfiaba. Ya no jugaba.

—¿Quiénes son ustedes?

Lo miré con calma. Saqué la placa del interior de la chaqueta y se la tendí sin teatrales gestos.

—Inspector Morales. Homicidios. Él es el agente Santos.

Steve se quedó petrificado. La línea de su mandíbula se tensó, como si intentara evitar que se le cayera la máscara.

—Entonces… ¿saben lo de Elsa?

—¿Elsa? —fruncí el ceño. El nombre no me sonaba en absoluto. No del caso actual.

Steve dejó el vaso sobre la mesa con un leve temblor en los dedos. Ya no era arrogancia ni rabia lo que lo rodeaba. Era algo más crudo. Más humano.

—Sí, fui yo quien les llamó cuando la encontré en ese apartamento. Esperaba... pensé que podría... Pensé que... podía ayudarla. Que aún se podía… curar. Pero ya era tarde. Estaba muerta.

Hablaba sin lágrimas ni dramatismo, pero la tensión le apretaba la mandíbula como un grillete. No hablaba como quien busca excusas. Él tipo hablaba como quien aún no encuentra las palabras que lo liberen de la culpa.

Y yo no entendía nada. ¿Quién era Elsa? ¿Qué apartamento? ¿Qué llamada? Claramente no se refería a Ángel Valverde, el cadáver de la maleta. Pero su reacción era valiosa. Auténtica.

—Santi, ve a por más cerveza —le dije, dándole una excusa para alejarse y hacer una llamada al equipo. Que averiguaran qué caso había involucrado a Steve Rain y una tal Elsa.

Santi captó el mensaje al vuelo y se levantó.

—Vamos a tomar otra —le dije a Steve, más relajado—. Hoy no ha sido un gran día para nadie.

Steve me miró con cierta desconfianza.

—¿Quieren emborracharme para que suelte algo?

—Tranquilo —dije, con una sonrisa leve—. Esto no es un interrogatorio. Como ves, estamos en un bar, no en comisaría. Además, hoy también he tenido lo mío… encontré un cadáver. En una maleta, para ser exactos.

—¿Una maleta?

Su expresión cambió. Verdadera sorpresa. No fingida.

—Sí. Ángel Valverde. Un peluquero muy conocido. Lo asfixiaron, lo metieron doblado en una maleta y lo dejaron como si fuera basura en un parque forestal.

—No conozco a ningún Ángel —negó con un gesto, confuso de nuevo—. Nunca he oído ese nombre.

—¿Nunca te ha cortado el pelo? Creí que todos los ricos de esta ciudad pasaban por su salón.

—Yo no soy rico —respondió, tajante—. Lo es mi padre. Yo trabajaba para él y ahora no quiero tener nada que ver con él.

Se levantó de golpe. Pero antes de que pudiera irse, le agarré suavemente del brazo.

—Perdona, no me he expresado bien. Quería decir que... —Me callé, porque no se me ocurrían las palabras adecuadas, y no podía dejar escapar esta oportunidad de sonsacarle información al "niño pijo"—. No era una acusación. Solo intento entender qué viste tú... y qué no.

Él me miró un segundo, con una mezcla rara de desconfianza y agotamiento.

—¿Y cuándo supiste que Elsa era drogadicta? —preguntó de pronto Santi, que había vuelto con dos jarras de cerveza, salvando la situación.

Santi me lanzó una mirada rápida —“¿todo bien?”— y yo respondí con un leve asentimiento.

Al final, hice bien en traer a Santi. Lo entendió todo al momento, sin que yo tuviera que decirle nada. Se alejó unos minutos —lo suficiente para llamar y comprobar datos—, y cuando volvió, ya tenía información sobre Elsa. Y su pregunta, suave pero precisa, hizo que Steve se detuviera a medio gesto. Se quedó en silencio. Luego volvió a sentarse, bebió un trago de cerveza y dijo con voz apagada:

—Hace dos años. Bueno... yo sabía que consumía cocaína. Todos lo hacíamos. En las fiestas. Al principio no parecía gran cosa. Pero después... —hizo una pausa—. Cuando volvió de la India, supe al instante que algo le pasaba.

—¿Y decidiste ayudarla ingresándola en una clínica? —pregunté, recordando la bronca en la mansión de los Rain.

—No, no al principio. Se habría negado —meneó la cabeza, y por un segundo pareció mucho más viejo de lo que era—. Elsa era de esas personas que creen que todo se puede curar con música, mantras y ayuno. Pero cada vez estaba más flaca, más desconectada. Y un día la encontré temblando en el suelo del baño. No podía ni hablar. Ahí supe que era ahora o nunca.

—¿Y tu padre…? —intervino Santi.

—Él la detestaba. Desde el primer día. Decía que solo estaba conmigo por mi apellido. Que era otra “loca con flores en la cabeza”. Pero yo la amaba. Aunque eso no importe ya.

Bajó la cabeza. La cerveza seguía en su mano, olvidada.

Yo me incliné un poco hacia él. No para intimidarlo. Para escuchar.

—¿Por eso la llevaste a esa clínica?

—Sí. Un sitio discreto. Muy caro. Sin carteles. Pagado con mi cuenta, no la de la familia. Estuvo allí tres meses. Parecía que mejoraba… hasta que un día, sin más, desapareció.

—¿Y entonces? —pregunté.

—Nada. Silencio total. Ni un mensaje. Hasta que recibí una llamada de un amigo común, el dueño de aquel piso del centro. Me dijo que llevaba días sin verla. Fui... y ahí estaba. En la cama. Ya fría.

—¿Y tú hiciste la llamada a emergencias? – preguntó Santi.

Asintió, con los ojos clavados en un punto invisible sobre la mesa.

—Sí. Pero no me quedé. No pude. No… soportaba que me mirara así. Sus ojos... estaban abiertos.




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