Golpe de suerte

Capítulo 17. La pobre vida de los ricos

William

Traer a Steve a casa fue una de esas decisiones que uno no razona, solo hace. Como cuando sabes que algo no tiene sentido práctico, pero lo haces igual porque, en el fondo, sabes que es lo correcto.

No hablamos durante el trayecto. Él miraba por la ventanilla con los ojos vacíos, como si necesitara que el mundo pasara rápido sin tocarlo. Y yo conducía como si no llevara al hijo de uno de los hombres más poderosos de la ciudad en el asiento del copiloto, con una carpeta llena de problemas colgada del cuello.

Cuando llegamos, mi madre ya estaba sentada en su sillón habitual, viendo su programa de cocina como si la receta del día pudiera cambiar el rumbo del mundo. Al escuchar la puerta, se giró, y sus ojos fueron directamente al chico que me acompañaba.

—¿Y este quién es? —preguntó con su tono tranquilo, ya levantándose para ayudarnos a quitarnos los abrigos.
—Un amigo —dije simplemente. No era necesario entrar en detalles. Todavía no.

Steve se quedó parado junto al umbral, como si no supiera si debía quitarse los zapatos o pedir perdón por existir.
—Buenas noches, señora —dijo finalmente. Su voz era educada y casi frágil.

—Nada de “señora”, que me sumas diez años —dijo mi madre, con una sonrisa cálida—. Si vienes con mi hijo, tienes cama, sopa y regañina incluida. Pasa, hijo. Llámame simplemente Ana.

Él obedeció despacio, con una rigidez que no era de orgullo, sino de alguien que no sabía cómo encajar en un lugar con afecto sin condiciones.
—No quiero molestar —dijo con voz baja—. Solo necesito pasar la noche.
—Los que molestan son los que no avisan. Pero tú has venido bien acompañado, así que ya estás en ventaja —respondió mi madre, caminando hacia la cocina—. ¿Has cenado?

—Sí —mintió Steve.
—No sabes mentir, muchacho. Siéntate. No se discute con una madre con cuchara en la mano.

Lo llevó a la cocina. Él lo miraba todo como quien entra en un planeta distinto. Estaba claro que no entraba mucho en cocinas reales, y menos aún en una con olor a caldo y lavavajillas. Lo empujé hasta la silla y le di una señal con los ojos: que se sentara y callara.

Mi madre nos sirvió una sopa que humeaba con el olor a hogar que a veces uno olvida. Mientras partía el pan, lo observaba de reojo.
—¿Qué ha pasado, hijo? —preguntó con suavidad, sin invadir.

Steve bajó la mirada. Se quedó en silencio unos segundos… y luego, como si se rompiera una represa, murmuró:
—Mis padres creen que soy un desastre. Que sin ellos no valgo nada. Mi padre me retuvo el coche, el dinero, todo. Para enseñarme una lección. Pero no... no es solo eso.

—Lo dicen porque te quieren. A veces los padres se equivocan, pero son los únicos que te van a amar de verdad. Eso nunca lo olvides —le dijo mi madre, con esa mezcla de firmeza y ternura que solo ella sabía usar.

Steve negó con la cabeza. Primero una vez. Luego otra. Y luego no pudo más.
—No —susurró. Y rompió a llorar.

No como un adulto que se traga las lágrimas. Lloró como un niño. Con los puños apretados, los hombros temblando, la garganta cerrada. Lágrimas silenciosas, pero densas. De las que vienen de muy atrás. De sentirse solo incluso rodeado de todo lo que debería bastar.

Mi madre no dijo nada. Solo se levantó y, sin pedir permiso, le rodeó los hombros con los brazos. Steve se dejó abrazar como si fuera la primera vez en años que alguien lo hacía sin pedirle nada a cambio.

La verdad es que no esperaba esa reacción de Steve. El chico que lloraba en el hombro de mi madre, con el rostro enterrado entre sus brazos como si pudiera esconderse del mundo, no se parecía en nada al joven seguro de sí mismo que solía aparecer en televisión, hablando de inversiones, arquitectura y proyectos sostenibles como si tuviera el futuro entre las manos.

Durante unos segundos lo observé sin intervenir, sintiendo cómo algo se deshacía en mi interior. Me costaba reconciliar esas dos versiones: el heredero de los Rain y este muchacho roto, que se desmoronaba sin pudor como un niño abandonado. Y sin embargo, al repasar mentalmente todo lo que había pasado ese día —la muerte de su amada, la discusión con su padre, la historia de Elsa, el coche, la sospecha, la soledad, el orgullo herido—, lo entendí. Entendí que su colapso no era una exageración: era acumulación. Era cansancio del alma.

Después de la cena, mi madre lo instaló en mi habitación, como si fuera lo más natural del mundo.
—Ese chico necesita dormir bien —dijo mientras sacaba sábanas limpias—. Tú estarás perfecto en el sofá.
—También he tenido un día largo, mamá —protesté.
—Pero llegaste a tu casa con mamá, así que estás en ventaja —dijo, dándome una palmadita en la espalda.

Discutir con mi madre es tan útil —y tan reconfortante— como discutir con el clima. Así que recogí mi portátil y algunas notas, y me acomodé en el sofá con resignación.

No tenía sueño. La cabeza me iba como un motor a media marcha. Así que abrí el portátil y volví a revisar los documentos del caso del peluquero.
A simple vista, no lograba entender qué había sido: ¿un asesinato o un accidente? Las fotos, el informe de Olivia, los restos biológicos. Luego comparé con el informe de la chica: tortura, droga en sangre, señales de lucha. No había conexión directa. Pero la maleta... ese era el único nexo. Y mi intuición decía que no era coincidencia.

Encendí la lámpara de mesa y volví a abrir el archivo. Algo en todo esto no encajaba, pero debía hacerlo. Era como si alguien hubiera mezclado piezas de dos rompecabezas diferentes.

Entonces escuché pasos suaves. Al principio pensé que era mi madre, pero era Steve. Se asomó al salón, despeinado, pálido, ojeroso.

—¿Te desperté? —pregunté, cerrando un poco el portátil.
—No… —negó con voz áspera—. No podía dormir. Me desperté con sed. Pero vi una cara en tu pantalla. ¿Ese… es Geli? ¿Qué ha hecho?




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