Golpe de suerte

Capítulo 18. La misión.

Mari.

No me tembló la mano al abrir la puerta de la comisaría.
La clave era simple: entrar como si no hubieras vomitado sobre tu jefe ni te hubieras desmayado como una novata en su primer día.

Paso firme, barbilla en alto, uniforme planchado hasta la obsesión, coleta pulida, y café en mano —del bueno, comprado en una cafetería a dos calles, no en la máquina del infierno. Cada gesto medido. Cada respiración calculada. Como una actriz que sabe que la función ya empezó y no puede permitirse ni un tropiezo.

Me había preparado mentalmente para las burlas veladas, las sonrisitas entre dientes, alguna anécdota adornada cortesía del inspector Morales, narrada con su tono ácido habitual. Estaba segura de que habría hecho de mi caída su historia favorita del día.

Pero no pasó nada.

Carlos me saludó con un gesto rápido y desapareció como si tuviera fuego en los talones.
Santi ni siquiera giró la cabeza. Me dedicó una inclinación leve y volvió a sumergirse en su pantalla.
Morales y Bruno no estaban.

El silencio fue lo que más sorprendió.
Ni una broma. Ni una mueca. Solo... ignorancia educada.
Como si yo fuera parte del mobiliario. Como si el escándalo del día anterior no mereciera ni un eco.
Y, de pronto, quise que alguien lo mencionara. Solo un poco. Solo para sentir que no estaba loca por seguir dándole vueltas.

—¿Dónde están todos? —pregunté, esforzándome por sonar casual.

—¿Quiénes? —respondió Santi, sin mirarme.

—¿El inspector? ¿Bruno?

—Willy está con el comisario. De Bruno... ni idea —dijo, sin interés.

Me quedé de pie unos segundos, vacía de instrucciones. Dudé. ¿Esperar? ¿Sentarme? ¿Ofrecer ayuda?
Ayer me había adelantado y terminé en el suelo. Literal.
Así que opté por no tentar más la suerte. Me acomodé en una silla del fondo, como una estudiante que no sabe si está castigada o si aún tiene permiso para respirar.

Pero no duró mucho.

Bruno irrumpió en la sala como un tren mal frenado, con una carpeta en la mano y el móvil en la otra. Me localizó con la mirada al instante.

—Ah, has llegado. Ve con el comisario, te están esperando —dijo, con prisa, y pasó de largo para dirigirse a Santi.

Los dos se agruparon frente al monitor como si el resto del universo ya no existiera. Pude leer, de reojo, una búsqueda sobre maletas. Una marca concreta. Un patrón. Como si alguien tuviera el pésimo hábito de empaquetar cadáveres como si fueran equipaje.

No dije nada.
La iniciativa, en este sitio, parecía tener castigo.

Así que me levanté sin una palabra y caminé hacia el despacho del comisario.
Tal vez hoy… solo tal vez, podría hacer algo que no terminara en vómito y huesos humanos.

Llamé a la puerta y entré en el despacho del comisario. Morales ya estaba allí, de pie junto al escritorio del comisario, con los brazos cruzados y el ceño tan fruncido que parecía permanentemente esculpido. Ni siquiera se volvió al oírme entrar.

—Agente Álvarez, hoy irá a un salón de belleza —dijo el comisario, sin rodeos.

Parpadeé.

—¿Perdón? —la palabra me salió sola, saltándome el protocolo, mientras me tocaba la coleta de forma casi automática, como si así pudiera ordenar más mi pelo.

Morales giró hacia mí con una expresión tan cargada de escepticismo que dolía más que cualquier grito.

—Se lo advertí, señor comisario —dijo, con ese tono suave que siempre usaba antes de soltar una puñalada—. Esta misión no es para novatos. No está preparada.

—¿Y tú vas a ir a un salón lleno de mujeres a hacerte pasar por una clienta? —replicó el comisario con fastidio, levantando la voz—. No tengo más agentes femeninas disponibles.

Morales soltó una risa seca y me señaló con un gesto desdeñoso, como si fuera un error en el sistema.

—Mírela. Compare una millonaria real con esto. ¿De verdad cree que alguien va a creerlo? Necesitamos discreción, no un disfraz improvisado.

La frase me cayó como un cubo de agua fría.

¿"Esto"? ¿Yo? ¿En serio?

El orgullo rugió dentro de mí, queriendo empujarme a responder, a defenderme, a dejarle claro que no era “esto”. Pero me mordí la lengua. No por debilidad, sino porque aún no entendía nada. ¿Qué misión? ¿Qué clase de operación requería ir a un salón de belleza?

El comisario, ajeno —o fingiendo estarlo— a la tensión entre Morales y yo, se volvió directamente hacia mí.

—Dime, Álvarez. ¿Tienes ropa elegante? De marca. Que pueda pasar por alta costura.

Me quedé en blanco un segundo.

Sí, tenía algo. Una blusa Dior que Patri me regaló cuando fue a Milán. Unos tacones que apenas usaba y un bolso que parecía más caro de lo que era. Pero eso no respondía a lo esencial: ¿por qué necesitaba parecer millonaria?

—Bueno… algo tengo —respondí, intentando no sonar tan perdida como me sentía.

—Pero no basta —interrumpió Morales con un suspiro cargado de desdén—. No se trata de vestirse bien. Se trata de moverse como una de ellas, de hablar su idioma. Esta misión requiere sutileza. Experiencia. Pida refuerzos a otra comisaría, comisario.

El comisario le lanzó una mirada que podría haber prendido fuego al escritorio.

—¿Y con qué excusa pido refuerzos? ¿"Operación peluquería"? Habla con propiedad, Morales —le espetó—. Bastante fue que autorizara tu pequeña aventura. Esto es lo que hay. O va ella… o no va nadie.

Silencio.

Morales apretó la mandíbula. Yo mantuve la espalda recta. No iba a bajar la mirada. No otra vez.

—¿Qué tengo que hacer? —pregunté por fin, sin que se me quebrara la voz, aunque por dentro los huesos me vibraran como cristales.

El comisario se recostó en su silla, cruzó los brazos y miró a Morales con la calma del que da una última advertencia antes de cortar la cuerda.

—Ve y explícale a tu subordinada lo que has planeado. Pero recuerda: todos los riesgos serán tu responsabilidad. Solo tuya.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.