Golpe de suerte

Capítulo 19. Ser rica no es fácil.

Mari.

Me faltaba sentirme realmente como una infiltrada con un máster exprés en la alta sociedad. Por eso lo primero que hice fue llamar a Silvia.

De todas mis amigas, era la única con contacto habitual con la alta sociedad, aunque fuera a través de niños ricos con problemas de autoestima y padres que resolvían todo con cheques. Psicóloga infantil, sí, pero con oficina en un barrio donde el agua del grifo casi salía con burbujas de champán.

No le conté nada. Ni de la misión, ni de la mentira que estaba por montar, ni la razón por la cual necesitaba parecer una mujer de la jet set en menos de dos horas. Solo dije:

—¿Tienes un minuto?

—Para ti, siempre. ¿Qué pasa?

—Nada grave. Pero... ¿puedo pasar luego por tu consulta? Necesito... consejo. Profesional.

Silvia tardó un segundo, antes de responder. Su tono se volvió alerta, pero sin invadir.

—Claro. Dentro de una hora no tengo ningún paciente. Te espero.

Colgué antes de que empezara a hacer preguntas. Y fui directo al siguiente punto en mi operación improvisada: Patri.

Era la más fashion de mis amigas, la que dormía con revistas de moda bajo la almohada y tenía más cosas de marca que libros en casa.

—Hola, ¿qué tal estás? —empecé con la voz más dulce que logré fingir.

—¿Qué necesitas? —disparó sin rodeos.

La conozco demasiado.

—Tu abrigo blanco. Ese de pelo sintético que parece traído de una pasarela nórdica.

—¿Estás loca? ¿Tienes idea de cuánto cuesta?

—Por eso mismo te lo pido. Solo lo necesito un par de horas. Para una... situación especial.

—¿Qué situación? —respondió con el tono de quien ya se imagina un drama romántico—. ¿Es una cita?

Estuve a punto de soltar un "¡No!", pero me contuve. Mentirle sería fácil. Pero preferí dejarlo en el terreno del misterio.

—No puedo contarte ahora. Pero juro que nada de cafés, nada de lluvia, ni siquiera aire. Solo lo llevaré puesto en el taxi y lo devuelvo intacto. Te lo prometo.

—¡No!

—Por favor, Patri, de este abrigo depende mi futuro. —supliqué.

—Entonces, tengo razón, es para una cita… —suspiró como si le arrancara un pedazo de alma—. Está bien. Te lo presto. Ve a mi casa, tengo una hora para marchar… Te juro que si ese abrigo vuelve con una sola arruga...

—Volverá mejor de lo que salió. Gracias, Patri. Te debo una enorme.

Colgué antes de que cambiara de opinión y salí volando hacia el aparcamiento. Tenía una hora.

Llegué en menos de diez minutos. Patri me abrió la puerta sin decir una palabra y me condujo directamente a su vestidor: su santuario, su templo sagrado. Allí dentro, los percheros brillaban como vitrinas de museo y los tacones parecían alineados por orden jerárquico.

—Tócalo solo con manos limpias —advirtió, como si se tratara de una reliquia medieval.

Me entregó el abrigo blanco como si bendijera a una sacerdotisa. Y cuando ya estaba por darme la vuelta, señaló un bolso a juego.

—Llévate también este. No combina con nada que tengas —añadió con crueldad honesta.

—¿Tengo que jurarle lealtad? ¿O firmar un contrato? —bromeé, mientras me lo colgaba del brazo.

—Con tu vida, Mari. Ese bolso ha viajado más que tú.

Una hora después, salí de su casa equipada como si fuera a una cumbre diplomática… y con la firme promesa de devolver cada fibra en perfecto estado. Abrigo, bolso… y autoestima reconstruida.

Luego fui a la consulta de Silvia.

Su despacho olía a infusiones caras y plastilina seca. En una esquina, una estantería repleta de cuentos y peluches, y en la otra, una silla de terciopelo mostaza que parecía sacada de una serie danesa sobre maternidad consciente. Silvia, como siempre, estaba impecable, pero con ese aire de "puedo salvarte la vida con una frase".

—¿Mari? ¿Qué ha pasado? —me preguntó entre ceja y ceja, alzando la mirada desde su portátil.

—¿Tienes cinco minutos? —dije, con una sonrisa inocente.

Ella me estudió con su radar de psicóloga. Sabía que algo tramaba, pero por ahora no iba a presionar.

—Cinco y medio si me convences.

Me senté frente a Silvia, cruzando las piernas con cuidado, como si el abrigo de Patri fuera una prenda de museo en peligro de extinción.

—Digamos que… tengo un “evento” importante. Algo tipo brunch ejecutivo. Perfil alto. Gente con apellidos dobles y vinos que no se compran en supermercados.

Silvia entrecerró los ojos, con esa expresión suya de “te estoy dejando mentir porque me divierte más ver hasta dónde llega tu historia”.

—Y necesito parecer una rica, elegante y peligrosamente inalcanzable mujer de negocios —añadí, con gesto solemne.

—Ni en tus mejores sueños —respondió, sonriendo como quien acaba de diagnosticar un delirio leve.

—¿Cómo dices?

—Mari, tú no pareces una mujer de negocios. Al menos no de esas que caminan como si estuvieran comprando la ciudad con cada paso. —Se inclinó hacia mí, divertida, pero sin perder ese fondo profesional que la convertía en la psicóloga más temida por los padres del barrio—. Pero tranquila. Sí tienes que infiltrarte en este círculo vicioso, puedes parecer otra cosa.

—¿Otra cosa? – pregunté, fingiendo, que entendí su advertencia.

—Una esposa de rico. Mucho más fácil. Hablan más, piensan menos, pero se mueven como si todo les perteneciera. Saben de todo, opinan de todo, y rara vez entienden de que hablan.

—¿Y tú piensas que eso me queda mejor? —pregunté, sacando una libreta del bolso.

—Totalmente. Las mujeres de negocios de verdad tienen mirada de tiburón que nada en las aguas muy turbios. Tú tienes cara de querer pedir disculpas por existir. Así que olvídate del rol ejecutivo. Ve como la mujer del hombre rico.

Anoté frenéticamente.

—Vale. ¿Qué más?

Silvia adoptó su tono clínico, ese que usaba cuando les explicaba a los padres por qué su hijo mordía a otros en la guardería.

—Uno: nada de preguntas directas. Haz observaciones casuales. "Mi terapeuta dice que este año hay que soltar energías negativas", por ejemplo.




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