Golpe de suerte

Capítulo 21. Corte fino, oído fino

Mari

Nada más cruzar el umbral del salón, supe que había entrado en otro mundo. Un universo donde el lujo no se gritaba, sino se susurraba en cada rincón: desde el aroma tenue a peonías y maderas nobles, hasta la música suave que flotaba como si no quisiera molestar.

El suelo brillaba como recién pulido con diamantes. Las paredes eran tonos neutros y envolventes, el tipo de decoración que susurra “esto cuesta más de lo que crees”. Los espejos estaban iluminados con precisión calculada. No reflejaban solo rostros: reflejaban estatus.

Una recepcionista impecable —moño tirante sin un solo pelo fuera de lugar, labios en tono nude mate y una tablet sostenida como si fuera una extensión de su brazo— me recibió con una sonrisa perfectamente coreografiada.

—Bienvenida al salón A.V. ¿Tiene cita, señora…?

—Sí, cariño. María Valentina Solís —dije, marcando la “V” como si mezclara Vendetta con Vuitton, y con un tono dulzón que olía a jet set y azafrán caro—. Mi marido obró el milagro de conseguir esta cita con Ángel Valverde. Acabamos de aterrizar de Shanghái y, sinceramente, no podía soportar ni un día más con esta melena en modo apocalipsis. Asia es todo caos. Aquí vengo a equilibrar… energías.

La recepcionista asintió con eficiencia reverencial.

—Por supuesto, señora Solís. La estábamos esperando.

Una de las asistentes apareció al instante. Alta, huesuda, con rostro anguloso y movimientos tan medidos que parecía flotar en lugar de caminar. Se acercó con los brazos extendidos para ayudarme a quitarme el abrigo.

El abrigo de Patri.

Mi instinto de supervivencia casi me hizo abrazarlo como a un ser querido en el borde de un precipicio. Pero recordé las reglas. Las ricas no se aferran. Las ricas entregan. Confiadas. Superiores. Como si todo en su vida pudiera desaparecer y aun así seguirían oliendo a gardenia.

Así que sonreí con aplomo y lo dejé deslizarse por mis hombros. No miré atrás. No pregunté adónde lo llevarían. Pero mi mirada siguió cada paso de la asistente con la precisión de un satélite espía.

Una risa leve. Un gesto de muñeca. Las manos colocadas con elegancia sobre el bolso —también de Patri— mientras otra empleada se lo llevaba con guantes invisibles y lo depositaba cuidadosamente en un puf de terciopelo gris perla.

Por dentro, recé. En todos los idiomas posibles. Que nada le pasara ni al abrigo ni al bolso. Que ninguna gota de agua, ni sombra de polvo los tocara. Que Patri nunca lo supiera todo.

Me colocaron una bata blanca de seda con el logotipo A.V. bordado en hilo dorado en el pecho, y me condujeron a una sala anexa. Sofisticada. Silenciosa. Tan perfectamente ambientada que parecía el vestíbulo de una nave espacial de lujo. Me ofrecieron un sillón mullido, sin espejo de frente —detalle sutil, pero poderoso: aquí no venías a mirarte, venías a que te transformaran.

A mi alrededor, tres mujeres. Una tenía los pies sumergidos en una máquina de burbujas cromada, escaneando su teléfono con pulgar experto. Otra reposaba en una camilla reclinada, ojos cerrados, auriculares blancos en los oídos y una mascarilla de oro líquido sobre el rostro. La tercera hojeaba una revista de moda con la cadencia perezosa de quien ya ha comprado todo lo que veía.

Ellas eran mi nuevo ecosistema y yo… debía fingir que era una de ellas.

Una estilista se acercó con una sonrisa diplomática y me preguntó, con voz suave y movimientos calculados:

—¿En qué desea que trabajemos hoy?

Levanté ligeramente la barbilla, como quien no tiene tiempo para cosas pequeñas, y hablé con tono claro, lo bastante alto para que me escucharan las otras clientas sin parecer que quería que me escucharan.

—Quería que mi cabello lo atendiera el mismísimo Ángel Valverde. Solo él sabía equilibrar lo visible y lo invisible. Esta vez solo quiero algo... armonioso. Algo que respire equilibrio interior.

La estilista vaciló por una fracción de segundo.

—Disculpe... pero Ángel no estará disponible para atenderla.

—¿No disponible? —repetí, con una ceja sutilmente alzada—. ¿Está ocupado? Es que mi terapeuta en Singapur dice que mi tercer chakra está completamente bloqueado desde mi regreso de Europa. Entre aeropuertos, tensión y ruido energético… no doy más.

Usé todo el lenguaje místico que Silvia me había enseñado, sin sonreír. Las ricas no bromean con el alma.

Funcionó.

—Ay, por favor… —dijo de pronto una señora con rulos que hojeaba una revista de moda—. ¿No lo sabe? A Geli lo encontraron ayer muerto. En Hola Digital lo dijeron. ¡En una maleta! ¡Una maleta! Como si fuera un bolso viejo de segunda mano… ¡Qué horror!

—¡Qué vulgaridad! —murmuró la de la pedicura, sin apartar la vista de su móvil—. Con lo distinguido que era Geli. A mí me peinó para la boda de mi sobrina, y parecía otra. Bueno, también ayudó el lifting, claro, pero aun así…

La estilista tragó saliva. Su expresión se tensó: alguien claramente le había dado la orden de no hablar del tema. Pero ya era tarde. Las clientas olieron sangre.

—A mí me invitaron a la boda de Eugenio Marró y no sé a quién acudir ahora —se quejó otra, tocándose el pelo con nerviosismo—. No me fío de nadie. Ni de los que dicen que fueron aprendices suyos.

—Carolina tiene uno nuevo, dicen que es muy bueno —aportó otra, moviendo los dedos decorados con brillantes—. Pero claro, no es Ángel. Nadie lo será. Además... hay cosas que no se enseñan.

—¿Y saben quién lo hizo? —preguntó la de los auriculares, que ahora los tenía colgando del cuello—. Porque yo escuché que tenía... “amistades discretas”.

—Eso se sabía —afirmó otra, con tono de experta—. Pero Ángel nunca se metía en líos. Aunque... últimamente, se lo veía raro. Nervioso.

Me incliné un poco, fingiendo buscar una revista, mientras afinaba el oído. El tema empezaba a aflorar. Si no hablaban directamente del asesino, al menos lo harían del entorno. Pero la estilista, incómoda, decidió intervenir.




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