Golpe de suerte

Capítulo 22. ¿Álvarez?

William

No suelo perder la paciencia. O al menos, intento que nadie lo note. Pero cuando el reloj marcó las cinco y media y aún no tenía noticias de Álvarez, algo se cerró dentro de mí, en un nudo de preocupación e impotencia. ¿Qué puede hacer una mujer en una peluquería durante seis horas?

Mi parte lógica repetía que todo seguía según lo previsto. Que estos lugares no se rigen por horarios estrictos. Que las clientas no corren: se toman su tiempo, conversan, se relajan. Que el objetivo de Mari era infiltrarse sin levantar sospechas, no resolver el caso con una declaración apresurada o agitando una placa.

Y que Álvarez… había demostrado que podía adaptarse. Tenía cabeza, intuición, y ese tipo de determinación silenciosa que, cuando se enfoca, se vuelve eficaz.

Pero por más que lo razonara, no lograba calmar la inquietud.

Así que tomé el coche y conduje sin avisar, sin pensarlo demasiado. Aparqué en una esquina discreta, desde donde podía ver perfectamente la entrada del salón. Me quedé ahí, con el motor apagado y las manos quietas sobre el volante.

No debía llamarla otra vez. Ya lo había hecho una vez, y ella seguía en personaje. No podía arruinar la cobertura, no por ansiedad. Pero necesitaba verla salir. Saber que estaba bien. Aunque fuera por unos segundos.

El tiempo se volvió espeso. Personas iban y venían. Personal del salón salía a fumar con discreción, un par de repartidores descargaban cajas, dos clientas se despedían con besos ruidosos. Pero ninguna era ella.

Y entonces, la vi.

Una mujer descendió los escalones con un abrigo blanco que parecía tejido con nubes caras. Llevaba gafas oscuras, el pelo peinado en ondas suaves, y una seguridad en el andar que no dejaba lugar a dudas: estaba acostumbrada a que la miraran, y aun así no pedía permiso para ocupar espacio.

“Vaya mujer…”, pensé, casi sin querer. “Se nota a kilómetros que tiene millones detrás de ella.”

Aparté la mirada, molesto conmigo mismo por dejarme distraer. Volví a mirar hacia la puerta del salón, esperando que Álvarez saliera.

“¿Hasta cuándo me harás esperar, Álvarez?”, murmuré en mi cabeza.

Pero, sin darme cuenta, mis ojos regresaron a la perfecta desconocida.

La mujer del abrigo blanco caminaba con decisión. Sacó el teléfono, escribió algo rápido y lo guardó en el bolso como si cada movimiento tuviera su propia coreografía.

“Seguro llamó a su marido para reclamarle que no la vino a buscar. Un idiota”, pensé con una mezcla de sarcasmo y envidia inesperada. “A una mujer así no se la deja sola. Hay mucho ladrón suelto para una joya como esa.”

Y justo entonces, mi móvil vibró. Era un mensaje de Álvarez:
“Ya terminé. Hablamos en comisaría. Tengo material.”

Alcé la vista de inmediato hacia la puerta del salón. No había nadie. Y entonces giré la mirada hacia la mujer del abrigo blanco. Ella alzó la mano para parar un taxi, con ese gesto elegante y medido que parecía coreografiado.

¿Ella?

La idea me atravesó como un relámpago, pero la deseché al instante.
La misma mujer que el primer día vomitó en una morgue y se desmayó con olor a formol…
¿Convertida ahora en esa figura impecable, segura, mimetizada en un mundo que nunca fue el suyo?
No quería creerlo. Y, al mismo tiempo, algo dentro de mí quería que sí lo fuera.

Sentí un suspiro abrirse paso por el pecho. Era una mezcla de sorpresa, frustración y algo más.
Algo incómodo. Algo que no quería nombrar.
Una punzada de admiración.

Saqué el teléfono y marqué su número, con el pulso contenido.
Vi cómo la mujer —la diosa del abrigo blanco— metía la mano en el bolso. Sacó el móvil. Lo llevó a la oreja.

—¿Sí? —respondió su voz, firme, casi neutra. Era la voz de Álvarez.
—¿Dónde estás? —pregunté, aún mirándola desde el coche.
—Ya salí. Estoy tomando un taxi. Llego en media hora a la comisaría —dijo, como si nada.
—¿Llevas un abrigo blanco? —solté, sin rodeos.
—Sí… ¿por qué?
Mi respuesta fue arrancar el motor.
—Quédate donde estás. Yo te recojo.

Y mientras giraba el volante hacia ella, sonreí apenas.
Porque si ni yo la había reconocido…
Tal vez había más en María Álvarez de lo que nadie se atrevía a imaginar.

Álvarez entró en el coche con una gracia que no le conocía. Cerró la puerta con cuidado, se acomodó el abrigo blanco como si estuviera en la pasarela de Milán, y luego —al girarse hacia mí— volvió a ser ella.
Solo que no del todo.

La miré de reojo, fingiendo que ajustaba el retrovisor. Tenía los pómulos ligeramente sonrojados, el pelo con un brillo que no era solo luz, y ese tipo de porte que uno no adquiere con uniforme y entrenamiento. Durante unos segundos, me pareció que traía un pedazo del mundo que acababa de infiltrar pegado a la piel.

—Primero: Nikita —su voz cambió de inmediato. Entró en modo operativo, clara, precisa—. El encargado actual y copropietario del salón. También antiguo amante de Ángel. Se separaron hace poco más de un año. Dicen que por celos, pero también había roces por cómo manejaban el negocio. Últimamente, Ángel se estaba descontrolando: drogas, retrasos, citas olvidadas. Nikita se hartó. Lo enfrentó delante de todo el personal.

—¿Motivo suficiente para matarlo? —pregunté, mientras doblaba por la calle que daba a la avenida principal.

—Para deshacerse de él, sí. Pero no sé si para asesinarlo. Aunque… con Ángel fuera, Nikita se queda con el nombre, el local, las clientas fieles y, sobre todo, el prestigio. Sin tener que compartir la sombra. No es poca cosa.

Asentí. No era la primera vez que una peluquería escondía más cuchillas fuera del tocador que dentro.

—¿Algo más? —pregunté, manteniendo los ojos en la carretera, aunque toda mi atención estaba en ella.

—Sí —dijo, con tono pensativo—. Un tal Bert. Nuevo en escena. Un tipo raro. Ángel lo conoció en una fiesta privada. Al principio fue como una chispa: pasión, brillo, euforia... Pero después, algo cambió. Nadie sabe exactamente qué, pero todos coinciden en lo mismo: desde hace un par de meses, Ángel no era el mismo. Estaba más ansioso, más errático. Como si algo lo estuviera carcomiendo desde dentro. Muchos en el salón decían que iba a acabar mal.




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