Golpe de suerte

Capítulo 23. Mesa para dos

William

El restaurante no era nada del otro mundo. Ni estrella Michelin ni fusión inventada. Solo un lugar tranquilo, con luces tenues, manteles limpios y pan caliente en la mesa. Uno de esos sitios que no necesitan publicidad porque los clientes vuelven por inercia. Yo era uno de ellos.

Pedí una mesa discreta, junto a una ventana. No por estrategia, sino porque tenía la sensación de que Álvarez necesitaba bajarse del personaje. Tener un espacio donde dejar de fingir, sin que nadie la mirara como si aún llevara el abrigo blanco. Por cierto, lo dejo en una silla contigua, diciendo, que es una joya que tiene que devolver intacta.

Nos sentamos y la volvía a mirar. Con otra luz. Frente a mí. Estaba enormemente hermosa, aunque la primera vez desde que salió del salón, se desinfló ligeramente. No era agotamiento físico, era esa fatiga que se te cuela cuando llevas demasiadas horas siendo otra persona.

Pidió agua. Yo le ofrecí vino, casi por instinto, pero ella negó con una sonrisa tan educada como firme.

—Agua está bien —dijo, sin dudar.

Asentí, fingiendo que no significaba nada… aunque en mi cabeza volvió la vieja duda. ¿Era por eso que la echaron de Central? Había oído rumores: discretos, contradictorios, todos sin confirmar. ¿Alcohol? ¿Una pérdida de control? ¿Algo más turbio?

No pregunté. Y no por prudencia profesional, sino porque algo en ella me decía que no le debía eso. No todavía.

Eran ya casi las siete y afuera la noche había caído como una cortina densa. Invierno, ciudad y cansancio: una combinación que pedía refugio. En vez de café, pedí una cerveza. Fría, suave. Lo justo para relajarme sin perder el norte.

Dentro, todo era cálido. Luz baja, olor a albahaca, platos que llegaban humeando sin necesidad de presentación. Un restaurante sin pretensiones, pero perfecto para desconectar el mundo real. Al menos durante un rato.

—¿Estás bien? —pregunté, sin rodeos.

Ella asintió, pero luego torció la boca.
—Estoy bien... solo que tengo la cara más hidratada que el Nilo y el estómago más vacío que el desierto del Sáhara.

No pude evitar sonreír.

—Bueno, ahora puedes comer. Sin supervisión presupuestaria.

La camarera nos trajo una cesta de pan tibio con aceite de oliva y romero. Mari lo miró como si fuera un tesoro rescatado del fondo del mar.

—Dios… no sabía cuánto lo necesitaba —murmuró, arrancando un trozo con los dedos, sin preocuparse por las apariencias. Esa parte de ella —la auténtica— me gustaba más que la versión envuelta en seda y arrogancia.

—¿Siempre así de entregada a las misiones o es que el hambre te saca el lado salvaje? —pregunté, apoyando los codos sobre la mesa, medio en broma.

—Una combinación de ambas, supongo. Y del miedo a estropear el abrigo de Patri —añadió con una sonrisa que, por primera vez en el día, no parecía ensayada.

—¿Patri?

—Mi mejor amiga. Dueña del abrigo. Y del bolso. Y, probablemente, de los nervios que le dejé al llevarme todo eso sin prometerle mi alma a cambio.

Me reí entre dientes. ¿Esa era verdadera Álvarez? Aguda e irónica, con un comentario listo para distraerme de la realidad.

—Tengo curiosidad por algo —dije, cuando la conversación bajó de ritmo—. ¿Por qué policía? No me malinterpretes. Tienes cabeza. Aguante. Pero pareces… no sé. Como si vinieras de otro mundo.

Mari levantó una ceja, como si no se esperara la pregunta.

—¿Otro mundo?

—Sí. No encajas del todo con este oficio. Pero tampoco pareces encajar con el resto. Como si estuvieras todo el tiempo en tierra de nadie.

Ella suspiró, dejó el pan y se apoyó en el respaldo de la silla.

—Mi padre era policía. Murió en un asalto cuando yo tenía doce años.

—Lo siento —dije con sinceridad.

—No. No lo entiendes. Mi madre sí que lo entendía, era su trabajo. Por eso siempre me insistía para que escogiera algo más... tranquilo. Me veía como enfermera, maestra, abogada de familia. Algo “seguro”. Así que, por un tiempo, la obedecí. Me matriculé en Económicas.

Hizo una pausa. Su voz seguía firme, pero algo en su mirada se oscureció apenas un tono.

—Un día, al salir de clase, vi a una chica sentada en las escaleras de la facultad. Lloraba. Y alrededor, un grupo de chicos gritándole cosas horribles. No supe qué había pasado, ni si era culpable de algo, ni por qué tanto odio. Pero entonces apareció una patrulla. Una mujer joven, morena, no muy alta ni fuerte. Como yo. No gritó. No empujó. Solo habló. Y ellos... obedecieron. Callaron. Retrocedieron. Le tenían respeto.

Su voz bajó un poco.

—Ahí supe que quería eso. Ser esa voz. Esa autoridad que no aplasta, pero impone. Quería ser como ella. Y también como mi padre, aunque eso nunca se lo dije a mi madre. Cuando se enteró, fue como si la traicionara. No me habló durante semanas.

Me quedé en silencio. A veces los motivos más potentes nacen del conflicto, no de la aprobación.

—¿Y cómo fue en la academia? —pregunté.

—Difícil. Descubrí que el uniforme no te da respeto por arte de magia. Lo que viene después... es mucho más gris. Y más duro.

Asentí. Sabía de lo que hablaba. Aunque en mí caso, lo había normalizado. En ella, se notaba que seguía pesando.

—¿Y tu trabajo anterior?

Ella bajó la mirada. Empezó a girar su vaso de agua, como si ahí dentro se movieran también las palabras que no quería soltar.

—Empezó bien —dijo por fin—. Pero luego… cambiaron cosas. Decisiones mal interpretadas. Gente que prefiere encubrir errores en vez de enfrentarlos.

Me mantuve en silencio. Dejándola decidir cuánto contar.

—A veces, estar en el lugar correcto no significa estar protegida. —Su tono seguía sereno, pero firme.— Y cuando eso pasa... te mandan lejos. No para castigarte, sino para que no incomodes.

—¿Te equivocaste? —pregunté, sabiendo que la pregunta era delicada.

Ella levantó los ojos y me sostuvo la mirada.




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