Mari.
El trayecto hasta casa fue tranquilo. No hablamos mucho, pero no fue incómodo. Era ese tipo de silencio que se instala cuando ya se ha dicho bastante, cuando el cansancio empieza a pesar en los hombros y lo compartido vale más que lo que aún falta por decir. La ciudad empezaba a oscurecerse del todo, y por un momento, no nos sentí como policías regresando de una misión. Éramos solo dos personas. Dos personas normales, después de un día largo, que decidieron cenar juntas y que no querían que ese día se acabara del todo.
William aparcó frente al portal de mi edificio. Reconocí el gesto sutil en su mirada: no tenía prisa por irse. Yo tampoco. Pero no sabíamos cómo estirar ese momento sin romperlo.
Salió para abrirme la puerta, como un caballero de esos que ya no se ven. Pero yo ya la había abierto. Puse un pie en la acera, me apoyé en su mano y bajé. Le agradecí la cena. Todo según el guion de lo correcto. Y, sin embargo, no quité mi mano de la suya, como si algo invisible me sujetara a él. Como si, al separarme de William, el hechizo se rompiera.
Y entonces…
—¡¡¡TÚ!!! —gritó una voz conocida, aguda como una alarma, desde la otra acera.
Patri.
Cruzó la calle como una tormenta con piernas: bufanda arrastrando, móvil alzado como si fuera una prueba incriminatoria, y esa cara de “vas a morir” que solo ella sabe poner.
—¡Mi abrigo! ¡Mi bolso! ¡Prometiste un par de horas y mira qué hora es! ¡¿Qué clase de amiga eres?!
Me giré hacia William, entre culpable y divertida.
—Patri… —dije, como quien intenta calmar a un dragón con un spray floral.
Pero ella ya estaba lanzada.
—¿¡Tú sabes lo mal que lo pasé!? ¡Te mandé mil mensajes y ni uno respondiste!
Abrí la boca para defenderme, pero Patri ya había girado la cabeza hacia William. Lo miró. Parpadeó. Y entonces lo señaló, como si acabara de resolver un crimen internacional.
—Un momento… ¿tú? ¿TÚ? —frunció el ceño, como si rebobinara una memoria borrosa—. ¿Tú eres… el del oso?
Me entraron sudores fríos.
William se tensó.
—¿Perdón? —intentó, sin muchas ganas de saber la respuesta.
Pero ya no había escapatoria.
—¡El del oso de peluche! ¡El que cayó desde la ventana! ¡Justo encima de ti! Silvia me dijo que había que tirar lo viejo por la borda, ¡y yo lancé el oso! ¡Y tú estabas justo debajo! ¡Caíste de espaldas! ¡Te diste en la cabeza! ¡Y Mari te subió a su piso!
Intenté taparle la boca. No llegué a tiempo.
—¡¿Y tú no me contaste nada?! —añadió Patri, ofendida como si le hubiéramos ocultado un romance secreto con un príncipe árabe.
—Patri, por favor, sube al piso —le pedí con la poca paciencia que me quedaba—. Luego te cuento todo. Déjame despedirme como una persona normal, al menos.
Ella recogió su curiosidad insaciable, pero obedeció. Entró al portal con paso marcial, murmurando cosas que preferí no traducir.
Me volví hacia William, que seguía con la expresión entre sorprendida y divertida, como si aún intentara procesar todo lo que acababa de ocurrir.
—No la tomes en serio —murmuré, con media sonrisa—. Le conté un par de cosas para convencerla de que me prestara el abrigo… y el bolso. Patri creyó que tenía una cita.
Él me miró con una sonrisa ladeada, una mezcla curiosa de burla, ternura y algo parecido a resignación.
—No me sorprende —repitió William, y luego hizo una pausa. La clase de pausa que avisa que algo importante viene detrás—. Pero dime una cosa… ¿por qué no me dijiste que aquella noche me caí... y por eso me llevaste a tu casa?
Sentí cómo la sangre me subía del cuello a las mejillas. Tragué saliva. Miré hacia la entrada del portal, como si allí hubiera alguna vía de escape. No la había.
—Porque no parecía relevante —respondí, demasiado rápido.
William arqueó una ceja. Esa expresión que usaba con los sospechosos cuando ya sabía que mentían.
—¿No parecía relevante que me desmayara por culpa de un peluche lanzado desde tu ventana?
—¡No te hirió! —repliqué, justificándome del todo—. Solo… te tambaleaste un poco. Fue un impacto leve. Te resbalaste y golpeaste con el bordillo. Pero estuviste consciente casi todo el tiempo… más o menos.
Él entrecerró los ojos, como si tratara de encontrar la verdad entre líneas.
—¿Y luego? ¿Qué hiciste?
Suspiré, resignada. Ya no tenía sentido seguir esquivando.
—Te subí a casa —confesé—. No sabía si tenías una conmoción o solo estabas aturdido, pero no iba a dejarte tirado en la calle a medianoche, y con el frío que hacía. Silvia te revisó y dijo que solo estabas dormido.
—¿Silvia? —arqueó una ceja—. ¿Quién es Silvia?
—Mi vecina. Es una médica —mentí sin dudar. Aunque, en realidad, Silvia era psicóloga… pero en su mente eso la acreditaba para operar a corazón abierto si hiciera falta.
William me miró con esa mezcla perfecta entre incredulidad y leve fastidio.
—¿Y en serio no pensaste en contarme esto antes?
—¡Claro que lo pensé! —respondí, cruzándome de brazos, a la defensiva—. Pero por la mañana saliste corriendo como si hubieras despertado en un zulo. Ni siquiera dejaste un número. Y luego, cuando te vi en comisaría, dijiste: “No recuerdo nada, y ni se te ocurra recordármelo”.
Hice una pausa.
—Y yo… te obedecí.
William negó con la cabeza, pero sus labios se curvaron en una sonrisa lenta, resignada.
—Entonces… ¿no pasó nada?
—Dormiste a mi lado —admití, bajando un poco la voz, pero rectifiqué rápido—. Con una manta. Separados. Me aseguré de que no tenías vómitos ni alucinaciones. Apliqué el protocolo médico... bueno, más o menos. Según Silvia.
Él soltó una carcajada breve, contenida. Esa risa grave que parecía abrir grietas en toda su rigidez habitual.
—Y pensar que todo este tiempo creí que me había...
No terminó la frase, pero no hacía falta. Lo entendí perfectamente.
—No me gusta mentir —dije, casi en un susurro—. Pero en ese momento... no supe cómo contártelo sin que me mandaras al archivo de por vida.
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Editado: 07.08.2025