Mari
Cuando crucé la puerta de casa, el silencio me duró exactamente dos segundos.
—¿¡Pero se puede saber qué es esto!? —gritó Patri, saliendo de la cocina, agitando su móvil como si fuera una orden judicial—. ¿¡Por qué no me dijiste que el hombre del oso es tu superior!?
—¿Dónde estuviste? —preguntó Silvia, más serena, pero con esa ceja arqueada que usaba solo cuando estaba a punto de psicoanalizarme sin mi consentimiento—. ¿Y quién te transformó en una diosa?
—¡Sí, eso! —saltó Patri, señalándome de arriba abajo—. ¿Dónde hacen esos milagros, por favor?
Me quedé de pie en el umbral, aún con el abrigo de Patri puesto, como una adolescente que vuelve a casa con los tacones en la mano y el rímel corrido.
—¿Podemos... respirar primero? —murmuré, colgando el abrigo con la delicadeza de quien devuelve un tesoro.
—Claro. Respira. Que nosotras llevamos hiperventilando desde las seis —resopló Patri.
Me dejé caer en el sofá sin desmaquillarme. Silvia me ofreció una infusión que sabía a hierbas con juicio. La acepté como quien firma una tregua en mitad de una guerra civil doméstica.
—¿Dónde estabas? —repitió Silvia. Su tono no era acusatorio, pero venía afilado como un bisturí.
—En una misión —dije por fin, con la voz más baja de lo que esperaba.
—¿Una misión? ¿Con cena incluida y miraditas de tu superior? —saltó Patri, cruzándose de brazos como si le acabara de confesar una traición a la patria.
—No fue así —mentí. O medio mentí. O... la verdad, ni yo sé qué fue.
—¿Entonces qué fue? ¡Yo necesito respuestas, cariño! —dijo Patri, indignada y fascinada a partes iguales.
Silvia no decía nada. Me observaba con esa mezcla de comprensión y alerta que, sinceramente, daba más miedo que cualquier interrogatorio oficial.
—Fui al salón A.V. Por trabajo —solté, como si eso aclarara algo.
—¿Por trabajo? ¿Desde cuándo mandan a policías a los salones más caros y exclusivos de la ciudad? —preguntó Patri, con la mandíbula suelta del asombro.
—¿Por eso me preguntabas lo del comportamiento de los ricos? —intervino Silvia.
—Sí —admití—. Ayer encontraron el cadáver del dueño del salón. Fui infiltrada para recoger información entre las clientas y personal. Solo escuchar.
—¿Y lo que tu jefe te trae hasta la puerta? ¿Eso también forma parte del informe? —preguntó Silvia, sin cambiar el tono.
Callé.
No porque no supiera qué responder. Sino porque, por primera vez en mucho tiempo, no tenía del todo claro qué había pasado en realidad.
—¿Te gusta? —soltó de pronto Patri, bajando la voz.
La pregunta me golpeó con la fuerza de lo simple. Me miraba sin ironía, sin enfado. Solo con esa ternura que se cuela entre amigas que ya no necesitan fingir que están bien todo el tiempo.
—No lo sé —dije con honestidad—. Creo que sí. Parece buena persona. Pero… no sé si sirve de algo.
—A veces sirve más de lo que crees —dijo Silvia, llevándose las tazas a la cocina—. Y a veces solo sirve para enseñarte que el destino —o la mano de Dios— no siempre trae cosas malas.
No supe si hablaba de William, del trabajo, o de mí.
Tal vez de todo.
—Pues, físicamente no está mal —añadió Patri, con sonrisa de detective emocional—. Aunque huele un poco a paleto… ¿puede ser tu príncipe?
—No digas tonterías —resoplé, echando la cabeza hacia atrás en el sofá—. Es mi superior. Y no sería buena idea mezclar trabajo y…
—¡Eh, no cambies de tema! —saltó Patri, levantando un dedo como si estuviera frente a un jurado—. Quiero detalles del salón. ¿Cómo es por dentro? ¿Qué te hicieron? ¿Te operaron en vivo? ¿Te reprogramaron?
Solté una risa floja y me hundí otra vez en el sofá, con la infusión entre las manos como si fuera un ancla.
—Es como aterrizar en otro planeta —dije—. Todo huele a caro, pero no solo a perfume. Es ese tipo de aroma que parece que el dinero flota en el aire. Como si la riqueza tuviera fragancia propia.
—¡Lo sabía! —exclamó Patri, dando una palmada con emoción—. Vi unas fotos en un grupo de WhatsApp. Eso no es peluquería, es una dimensión paralela. ¿Y cuánto cuesta una cita ahí?
—Ni idea. Te juro que hasta hablar me daba miedo. Nadie preguntaba precios. Solo preguntaban si el color “transmitía serenidad interior”. Yo pasé la tarjeta del comisario y... bueno, ya veré cómo le justifico lo de los aceites tibetanos y el té de hibisco sagrado.
—Pues valió la pena —dijo Silvia con una sonrisa—. Estás impresionante.
—¿Y las clientas? ¿Alguna famosa? ¿Influencers? ¿Princesas escandinavas? —insistió Patri.
—No vi a nadie que reconociera de la tele, pero todas actuaban como si tuvieran una isla con su nombre.
—Mari, ¡¿entonces para qué fuiste?! —protestó Patri, frustrada—. ¡No sabes cuánto cuesta, no viste famosas, y encima no grabaste nada!
—Porque no fui a hacer turismo capilar, Patri. Fui a trabajar.
—¿Y ya sabes quién mató a Geli? —preguntó con sarcasmo.
—Todavía no.
—¿Entonces qué averiguaste? Además de que te queda genial el pelo ondulado...
Inspiré hondo y respondí con tono más bajo, ya más centrada:
—Que Ángel y Nikita, el actual encargado, eran pareja. Lo dejaron hace un año, pero siguieron trabajando juntos por el negocio. Había tensiones. Celos. Diferencias. Luego apareció un tal Bert, nuevo, misterioso y todo fui muy bien. Pero hace dos meces todo cambió. Ángel empezó a llegar tarde, se volvió impredecible, distraído. Algo lo desestabilizó completamente.
—¿Drogas? —sugirió Silvia, con tono clínico.
—No solo eso —dije, pensativa—. Silvia, tú como psicóloga, explica ¿qué puede hacer que una persona antes estable y apasionada por su trabajo de repente pierda el control, se desconecte, deje de ser él?
Silvia asintió, seria.
—Muchas cosas. Un trauma repentino. Acoso. Una amenaza. O, claro… amor frustrado. Pero no es automático. Es algo que se va comiendo por dentro.
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Editado: 07.08.2025