William
Volver a la comisaría a las once de la noche no es raro. Lo raro es hacerlo con la cabeza llena de algo que no es el caso.
Mari.
Su voz, su forma de mirar justo antes de bajar del coche, esa breve duda antes de soltar mi mano… Todo eso seguía dando vueltas en mi cabeza mientras conducía por calles medio vacías, con los semáforos parpadeando como si también estuvieran cansados.
Aceleré. A veces, el trabajo es el único modo de enfriar ciertas ideas.
Cuando entré en la comisaría, vi que la luz del despacho del equipo seguía encendida. Desde fuera se oían voces y alguna risa suelta. Nadie se había ido. Ni siquiera Bruno, que solía desaparecer con puntualidad quirúrgica cuando daban las ocho.
Aunque, siendo justos, era comprensible. De todo el equipo, Bruno era el único con esposa, un hijo... y una suegra. Esa última, por sí sola, era suficiente motivo para huir del trabajo y no mirar atrás. Lo entendíamos. Y nunca lo juzgábamos.
—¿Siguen vivos? —pregunté al entrar.
—¿Tú también? —respondió Bruno, sin apartar la vista de la pantalla—. Pensamos que te habías retirado a meditar con monjes tibetanos.
—O que estabas interrogando testigos en Las Vegas, con copas incluidas —añadió Carlos, con su tono habitual, mezcla de ironía y curiosidad.
No respondí. Aprendí hace tiempo que el silencio bien dosificado puede ser más eficaz que cualquier réplica.
—¿Qué tenemos? —pregunté, ya con tono más seco.
Carlos se irguió en su silla y señaló la pizarra que habían empezado a llenar. El caso tomaba forma.
—Steve Rain entregó coche para revisión.
—¿Ya lo sé, Algo nuevo?
—Nikita Stoski. Socio de Ángel Valverde. Ex pareja. Historial limpio: no tiene ni una multa por aparcamiento.
—Normal. No tiene coche —dije, recordando algo que mencionó Álvarez.
—Eso ya no es del todo cierto —intervino Santi, sin apartar la vista de su tablet—. Tiene un Ford Bronco a su nombre. Y si nuestros chicos del laboratorio tienen razón, las huellas de neumáticos halladas junto a la maleta donde apareció el cuerpo coinciden con ese modelo.
—¿Seguro? El testigo dijo que vio un Jeep, como el de Steve Rain.
—Visualmente son casi iguales, sobre todo de noche —aclaró Santi—. Podría haberse confundido perfectamente.
Asentí, cruzando los brazos.
—Entonces nuestro testigo es poco fiable. Ordenaremos el registro del coche y citaremos a Nikita a declarar —dije, masajeando mi cuello entumecido—. ¿Algo más?
—El caso que pediste —dijo Bruno, tendiéndome una carpeta fina.
La balanceé en la mano, arqueando una ceja.
—¿Esto es todo?
—Sí. Lo cerraron sin explicación y muy rápido. Tuve que mover contactos antiguos para conseguir una copia. Hay que devolverla mañana.
—Lo reviso más tarde —dije, dejándola sobre el escritorio.
Bruno dejó escapar una risa breve, seca.
—No te emociones: son dos páginas y media.
Asentí, sin contestar, cuando Carlos intervino desde su escritorio:
—Ah, por cierto. En el apartamento de Valverde no hay rastro de violencia. —Hizo una pausa, y añadió con sorna—: Bueno… está más impecable que un quirófano en Tokio. Y eso se lo debemos a la mujer que lo limpiaba. Una tipa meticulosa y temible. Deberías haber visto cómo nos miraba mientras registrábamos el lugar. Como si fuéramos a invadir su territorio.
—¿Y encontrasteis algo, a pesar de eso?
Carlos alzó la mano como quien reclama el crédito.
—Nuestro experto más obsesivo —señaló a sí mismo con una reverencia falsa— encontró unas huellas mínimas en la puerta del armario y en el recibidor. Nada concluyente, pero están ahí.
—¿Y la computadora? —pregunté, cruzando los brazos—. ¿Algún resultado?
—¡Vaya, ¡qué impaciente estás hoy! —soltó Carlos con una carcajada—. Los técnicos dijeron que, hasta el viernes ni la miren. Está cifrada hasta las pestañas. Dicen que puede ser de esas con software de destrucción automática, si se fuerza mal.
—Perfecto —murmuré, más para mí que para ellos. Luego recorrí con la mirada al grupo—. ¿Algo más?
Silencio breve. Bruno negó con la cabeza.
—Nada por ahora… a menos que mañana Nikita decida confesarse por voluntad divina.
—No contaría con eso —respondí, sin ironía.
Carlos levantó una ceja, como quien se guarda un as bajo la manga.
—Álvarez confirmó algo más. Nuestro estilista de lujo tenía un nuevo “amigo”: un tal Bert. Nadie sabe si es nombre real, apodo o alias, pero en el salón lo describen como... inquietante. Siniestro, incluso.
Asentí y señalé la foto clavada en la pizarra con una chincheta roja.
—Valverde compró esa maleta —dije—. Exactamente esa. Según lo que me dijo su madre, era para un viaje con Bert. Y fue esa misma maleta la que asesino usó para sacar su cuerpo del lugar del crimen.
—O sea que... —Bruno completó la frase— ¿la maleta con la que planeaba irse de vacaciones con su amante, terminó siendo su ataúd?
—Exacto —dije, con sequedad—. Aunque si fuera un hombre más alto y corpulento, deberían a degollarlo. Aun así, el asesino tiene que ser una persona muy fuerte, para poder doblarlo. Mañana empezamos por ahí. Tenemos interrogar a Nikita Stoski y un masajista del salón, que se llama Yago Silva.
Me puse en pie, girando los hombros con el peso de la jornada encima.
—Y ahora todos, a casa. Basta de jugar a los mártires. Dormid. Pensad con la cabeza fresca mañana.
Carlos ya recogía su mochila cuando lanzó, medio en broma, medio curioso:
—¿Y Álvarez? ¿Se fue a casa antes que tú?
Me detuve un segundo, luego asentí sin levantar la mirada.
—Sí. Porque hizo un buen trabajo. Nos eliminó decena de sospechosos para interrogar.
—Buena chica. ¿Y tú vas para casa?
—Yo... me quedo un rato más —dije, sentándome en mi escritorio, mientras el sonido de sillas arrastrándose y pasos apagados marcaba el fin de la jornada para los demás.
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Editado: 07.08.2025