Mari
A la mañana siguiente, al llegar a la comisaría, comprobé que la noche de desvelo no había arruinado del todo los efectos de mi paso por el salón más exclusivo de la ciudad. Aunque ya vestía mi uniforme policial y no el elegante abrigo blanco de Patri, causé cierta… sensación.
Mientras avanzaba por el pasillo hacia la sala de homicidios, me alcanzó una mezcla de exclamaciones, silbidos disimulados y chasquidos de lengua. No necesitaba mirar para saber que todos me seguían con la vista.
Y eso no fue todo.
Al entrar en la sala, mis compañeros se quedaron boquiabiertos. Pasaron varios segundos sin decir nada, mirándome como si no terminaran de creer que fuera yo.
—¡No puede ser! ¿Álvarez… eres tú? —exclamó Carlos, con cara de susto alegre.
—¡Dios mío, ¿quién es esta diosa con placa?! —añadió Santi, llevándose la mano al pecho con teatralidad—. Juro que no me habían notificado la llegada de ningún ángel.
Solté una risa breve.
—Basta con que una mujer se arregle una vez para que nadie la reconozca —comenté, encogiéndome de hombros.
—Exacto. No debiste hacerlo —refunfuñó Bruno desde su rincón—. Estos dos mocosos hormonales —señaló a Carlos y Santi con el pulgar— van a perder lo poco que les queda de juicio.
—Tranquilo, Bruno —replicó Carlos con su sonrisa habitual—. El juicio lo perdimos el primer día. Lo único que nos queda es disfrutar del privilegio visual. Mari, gracias por alegrarnos la mañana.
Santi se adelantó y, con una sonrisa cómplice, me ofreció el brazo como un caballero de otra época.
—¿Me permite, agente divina?
Estaba a punto de seguirle la corriente, cuando se abrió la puerta de golpe y William cruzó el umbral, cortando el ambiente como una navaja bien afilada.
Instintivamente, retiré la mano.
No supe por qué lo hice. O tal vez sí.
Las bromas se evaporaron al instante. Carlos enderezó la espalda. Santi se alejó discretamente de mi lado. Bruno carraspeó como si de pronto recordara que era el más veterano del grupo.
William no dijo nada durante unos segundos. Solo nos recorrió con la mirada, uno a uno, con esa expresión que no necesitaba levantar la voz para imponer orden.
Y entonces habló. Breve, directo:
—Carlos, revisa de nuevo todas las cámaras desde el centro hasta el bosque donde apareció la maleta. Busca cualquier vehículo parecido al Jeep de Rain.
—Entendido, jefe —respondió Carlos, ya sin rastro de sonrisa.
—¿Y la inspección de su coche? —añadió William.
—Negativo. No coinciden los neumáticos.
Asintió con un leve gesto y continuó:
—Santi, ¿encontraste el punto de venta de esa maldita maleta?
—Sí, jefe. En el centro comercial Las Palmeras. Boutique de lujo. Es el único lugar físico donde se venden, aunque no podemos descartar compras online.
—Perfecto. Llévate la foto de Valverde… —sacó la imagen del archivo— …y esta otra —añadió, tendiéndole la del caso anterior, la otra víctima hallada en una maleta—. Pregunta si reconocen a alguno. Si los vieron solos o acompañados. Cada detalle cuenta.
—A la orden —dijo Santi, recogiendo ambas fotos antes de desaparecer junto a Carlos.
—Bruno —continuó William—, entrega en mano la citación a Nikita Stosky. Comparecencia como testigo. Necesitamos respuestas sobre ese tal Bert. Y lleva su coche a inspección. La documentación ya está firmada por el comisario.
—Entendido —asintió Bruno, y también salió.
En menos de un minuto, la sala quedó vacía. Como si un soplo de autoridad los hubiera dispersado sin rechistar.
Solo quedábamos él y yo.
William no me miró enseguida. Caminó hasta su escritorio, sacó una carpeta delgada, la dejó sobre la mesa y entonces levantó los ojos hacia mí.
—Álvarez —dijo con tono neutro—, ven. Necesito hablar contigo.
Y en ese instante, todo rastro del salón A.V., del peinado perfecto, del abrigo de lujo, de la cena, la confesión, el silencio compartido… se desvaneció. Como si nunca hubiera ocurrido.
Respiré hondo. Crucé el espacio que nos separaba con paso firme, aunque por dentro sentía un leve temblor bajo la piel. Un presentimiento. Un vértigo. Algo que no sabía si era profesional… o personal.
Me cuadré frente a él, más por defensa que por protocolo.
—Sí, inspector —dije, con la voz más estable de lo que esperaba.
William ladeó ligeramente la cabeza, con esa mirada suya que no siempre sabías si era puro análisis profesional… o algo más.
—Siéntate.
Me senté sin replicar.
Él también lo hizo. Apoyó los antebrazos en la mesa, entrelazó los dedos y dejó que el silencio hablara unos segundos antes de continuar.
—Estuviste bien ayer. Conseguiste más de lo que esperaba. El informe es claro. Y para ser tu primera infiltración social… funcionaste. —Hizo una pausa breve—. Pero, ¿recuerdas bien el caso de la chica de la maleta?
Lo miré, sorprendida por el giro.
—Sí. Claro. ¿Por qué?
William abrió lentamente una carpeta delgada. La giró hacia mí.
—Porque es este. —señaló con el índice—. Y aquí no aparece nada de lo que me contaste. Según el informe, la causa de muerte fue sobredosis de anfetaminas. No hay mención de asfixia. Tampoco de maleta. Solo una línea seca. Cierre rápido.
Me incliné para mirar. Pasé las hojas leyendo rápidamente. No era el caso que yo recordaba.
Finalmente murmuré, sin dejar de mirar las hojas:
—No es el mismo informe. El que vi tenía otra firma. Bonifacio Bona. Lo recuerdo bien. Hice prácticas con él un verano. Este nombre no aparece.
William asintió, pero sus ojos no se apartaron de los míos.
—¿Crees que alguien modificó el expediente?
—No debería ser tan fácil —dije, con inseguridad creciente—. Yo misma entregué el caso al archivo. Estaba completo. Era raro, sí, pero no mal documentado. Esto… esto no es ni la mitad.
Él hizo una pausa más larga. Su voz bajó un tono.
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Editado: 07.08.2025