Golpe de suerte

Capítulo 31. Encuentro que temía

Mari

No esperaba ver esa cara. Ni volver a escuchar esa voz, cargada de aquel tono sarcástico que conocía demasiado bien.
Y, sin embargo, ahí estaba.

Salía al pasillo desde la sala de Tramitación Penal, todavía con las palabras de Lidia dando vueltas en mi cabeza, cuando lo vi. De espaldas. Pero su silueta era inconfundible: rígida, elegante, ensayada. Ese tipo de hombre que no camina, desfila. El tipo de hombre que cree que los pasillos se abren a su paso por derecho natural.
Por un segundo pensé en girarme, dar media vuelta o esconderme detrás de algún armario de expedientes, pero era tarde. Se dio la vuelta y me vio.

Su sonrisa fue inmediata. No cordial. No nostálgica.
Fue una sonrisa que se clava como una astilla en el orgullo.

—Mari… —pronunció mi nombre como si lo estuviera saboreando, como si lo arrastrara entre los dientes—. Qué inesperado honor. ¿Sigues por aquí?

—Sigo viva —respondí, bajando el paso sin detenerme del todo—. Ya es bastante.

—Veo que el aire fresco de la comisaría periférica te ha sentado bien. —Alargó la mano y rozó uno de mis mechones oscuros, levantándolo con estudiado desdén—. Este tono te suaviza.

—Pues sí —respondí, retirando el cabello con un gesto seco—. Se respira mejor en el campo. Menos humo… menos veneno.

—Pensé que, después de tu brillante paso por la unidad de Tramitación Penal, habrías rechazado los homicidios. Estarías buscando algo más… doméstico. Archivista, bibliotecaria… algo acorde a tu delicado temperamento.

Su ironía era más cortante que nunca, porque fue él quien me mandó al infierno.
Y su voz, esa misma que solía colarse entre mis decisiones con aire de superioridad, no había cambiado un ápice: cínica, educada, venenosa.

—Qué va —dije, sonriendo sin calidez—. Estoy justo donde quiero estar. No cambiaría mi trabajo actual por nada. ¿Y usted? —añadí, alzando las cejas—. ¿Sigue soñando con el trono de la Central?

—¿Y por qué no? —rió—. Seré un comisario jefe impecable. Ya sabes… algunos no saltamos del barco cuando hay tormenta. Otros... bueno, los envían a comisarías de barrio para que aprendan humildad. Una decisión difícil, claro. Pero necesaria. ¿No lo crees?

Lo dijo con ese tono suyo: suave, pero con filo. El mismo con el que había firmado mi traslado años atrás. Como quien hace limpieza sin mancharse las manos.

Y yo, que había jurado no temblar nunca más ante su sombra, me limité a sostenerle la mirada. No aparté los ojos. Había aprendido a sostener miradas como esa.
No con valentía. Con cansancio. A veces es lo único que funciona con tipos como él.

—¿Humildad? —repetí, fingiendo pensarlo—. Puede ser. Aunque algunos confunden “enseñar humildad” con abuso de poder.

Él sonrió, encantado de sí mismo.

—Mari… sigues con ese tono de mártir rebelde. Pensé que ya lo habrías entendido, que en esta vida no hay nada gratis.

—Claro —asentí con una ironía cargada de veneno—. Nada más edificante que una maldad disfrazada de lección... solo por rechazar tu cama.

Iba a girarme para marcharme cuando un detalle captó mi atención: su carpeta. No estaba completamente visible, pero el número del expediente era inconfundible. El caso de Ángel Valverde. Una copia. ¿Por qué la llevaba consigo? ¿Acaso el comisario lo había enviado para tramitar órdenes con la fiscalía?

Él detectó mi mirada. Y entonces, por primera vez, su voz perdió un ápice de seguridad.

—¿Te interesa algo en particular, Álvarez?

Guardé silencio. Lo miré directamente, sin timidez.

—¿Quieres volver a tu puesto? —añadió, deslizando la carpeta a otro lado, tapando el número con un movimiento calculado, como si supiera que ya había visto demasiado.

—No. Solo curiosidad profesional. Estamos investigando este caso —dije señalando el expediente, manteniendo la voz firme—. Pero vine por información sobre el otro. El de la chica encontrada en una maleta idéntica. Un caso cerrado a medias, con documentos desaparecidos y preguntas sin responder. ¿Sabes algo?

—Ah —hizo una pausa teatral, casi disfrutando—. Qué interesante. Aunque, Álvarez... deberías saber que no todos los fantasmas merecen resucitar. Algunos es mejor dejarlos donde están. Bien enterrados.

Me sonrió con esa media mueca que conocía bien… y sin decir nada más, se giró de golpe y se alejó.
No hubo despedida. Ni un “hasta luego”. Solo el eco de sus pasos largos por el pasillo, como si yo ya no existiera.

Me quedé inmóvil, atravesada por una sospecha aguda. No se fue… huyó. Como si algo lo hubiera asustado. ¿Mi mención del caso de Ángel? ¿O el simple hecho de nombrar a aquella chica olvidada? ¿Y si él estaba detrás de todo? Tenía acceso a archivos secretos, podía hacer desaparecer documentos sin dejar rastro...

Y si lo hizo, alguien más poderoso lo ordenó.

El pensamiento me dejó sin aliento. ¿Realmente creía que podía enfrentarme a los dueños de ese juego sucio?
Para ser honesta, lo dudaba. Porque una cosa es querer hacer las cosas bien… y otra muy distinta es saber si puedes hacerlo sin que te destruyan en el intento.

Siempre había querido ser una buena policía. No una heroína, no una mártir. Solo alguien que cumpliera con su trabajo, que no cerrara los ojos ante la injusticia, que protegiera a quien necesitaba ser protegido y pusiera límites a quien los sobrepasaba. Alguien decente.

Pero la verdad es que, cuando llegó el momento, no fui capaz de alzar la voz. Al fin y al cabo, ni siquiera me atreví a denunciar a este hijo de mala madre por sus pretensiones de convertirme en su amante.

No hice nada. Me tragué las náuseas, la rabia, la humillación. Me convencí de que no valía la pena. De que no tenía pruebas. De que nadie me creería. De que era mejor seguir adelante, con la cabeza alta y la boca cerrada. Lo único que hice fue pedir el traslado. ¡Vaya heroína!

Y ahora…

El inspector que cerró el caso de la chica en la maleta había muerto hace un mes, en un accidente de coche. De esos que nadie cuestiona. De esos que parecen oportunos.
Y el forense que firmó aquel informe ya no estaba disponible. Jubilado. Navegando por costas soleadas, lejos de aquí, como si el destino también le hubiera ofrecido una escapatoria a tiempo.




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