Golpe de suerte

Capítulo 32. Abel Ron

William

No creía que Nikita hubiese matado a Ángel. No todavía.
Pero el coche desaparecido, el vídeo del Ford Bronco saliendo de la zona del parque forestal —el mismo lugar donde apareció la maleta con el cuerpo de Ángel Valverde— y entrando en un desguace que, poco después, fue pasto de las llamas… todo eso exigía explicaciones. Y las exigía ya.

El garaje vacío me había dejado un sabor metálico en la boca. Había demasiadas piezas sueltas que no querían encajar en el puzle.
Le pedí a Carlos que llamara a nuestros colegas de la unidad vecina para confirmar los datos del coche calcinado. Aunque, siendo honestos, no necesitaba esa llamada para saberlo. Estaba casi seguro de que ese era el coche que faltaba en el garaje de Nikita.

Nikita cerró la puerta con fuerza, como si eso bastara para borrar el hueco que acabábamos de ver. Carlos se alejó unos pasos, visiblemente frustrado, pero yo me quedé ahí. No levanté la voz ni endurecí el tono. Solo dejé que el silencio pesara lo suficiente para obligarlo a hablar.

—Dime, Nikita… ¿cómo explicas la desaparición de tu coche?

Tragó saliva. Tenía las manos en los bolsillos, pero los hombros en tensión.

—No lo sé —respondió con voz tensa—. No hay razón para que no esté. No lo uso desde hace años. Ni lo moví, ni se lo ofrecí a nadie.

—Bien. ¿Y quién podría haber entrado al garaje y robado el coche?

—Nadie. Estas llaves solo las tenía yo —añadió, mostrándome un llavero y un mando a distancia—. Nunca hice copias. El garaje era más que nada un trastero.

Tomé las llaves. Las examiné. Nada extraño. Todo parecía en orden.

—¿Y tu prometida? ¿Podría haber enseñado el coche a alguien? Sabía que pensabas venderlo, ¿no?

—¡No! —exclamó Nikita, casi ofendido—. ¡Jenni nunca haría algo así sin preguntarme antes! Además, ni entra al garaje. Le molesta el polvo. Pasa por la puerta con la nariz tapada.

—Entonces… ¿quién sabía que tu coche estaba ahí?

Guardó silencio. Miró al suelo como si allí pudiera encontrar una salida. Finalmente, se encogió de hombros, agotado.

—Supongo que cualquiera que me conociera bien. Ángel, por ejemplo. Él lo sabía. Incluso lo usó una vez, hará un año. Tenía que ir a la capital y su coche estaba en el taller. Le ofrecí el mío.

En ese momento, Carlos se acercó, móvil en mano, con la cara tensa.

—Es él —dijo en voz baja—. Los números del motor coinciden con la matrícula. El coche calcinado en el desguace… era el Ford Bronco de Nikita. Y una de las huellas del apartamento de Valverde también es suya.

—¡Dios! —murmuró Nikita, llevándose una mano a la cabeza—. Esto no puede estar pasándome… ahora.

Un leve suspiro se me escapó. No por sorpresa. Por confirmación.

El coche era suyo. Su huella, también. Punto. Ya no quedaban espacios para teorías cómodas. Aunque no hubiese tocado esa maleta, Nikita estaba atrapado en algo mucho más grande de lo que parecía comprender.

Lo observé. Ya no como quien busca una coartada. Sino como quien trata de leer la verdad entre las grietas.

—Entonces, Nikita… tu coche, el que “no usas desde hace años”, el que estaba “seguro” en tu garaje, aparece calcinado en un polígono industrial, justo después de salir del parque donde encontramos a Ángel dentro de una maleta. Y tu huella dactilar aparece en su apartamento, perfectamente limpio. ¿Me explicas cómo encaja todo eso?

El silencio fue espeso.

Apretó los labios, tragó saliva. Estaba claramente perdido. Sin respuestas. Solo miedo.

—Creíste que podías dejar atrás tu pasado, ¿no? —dije más suave—. Lo entiendo. Cambiar de vida, dar vuelta la página, proteger lo que has construido… A cualquiera le daría miedo que su pasado lo contaminara. Y Ángel podía hacerlo. Sabía demasiado.

—Por eso lo mataste —intervino Carlos, directo, sin vacilar.

Nikita me miró de inmediato. No con rencor. Con desconcierto. Buscaba mis ojos, como si aún no supiera si yo estaba allí para entenderlo… o para empujarlo al borde.

—¡No lo maté! ¡No maté a nadie! —exclamó. Esta vez, el miedo era real.

Carlos no lo soltó.

—Quizás no fue intencional. Tal vez discutieron. Tú tenías una boda en puerta, una hipoteca, un hijo en camino. Y Ángel se negaba a darte tu parte del negocio. ¿Te dijo que él había invertido más que tú?

—¡Eso no es verdad! —bramó Nikita, dando un paso adelante—. Yo también aporté. Tiempo, dinero, estrategia. Él era un artista, sí, pero sin mí no habría pasado de un local de barrio. Yo lo puse en el mapa. Yo lo llevé a eventos, a redes, a todo.

La rabia le temblaba en la voz. No era la de un asesino. Era la del socio olvidado.

—Ángel era un genio con las tijeras —continuó—. Pero sin visibilidad, sin imagen, no eres nadie. Yo lo ayudé a brillar. Y ahora parece que nunca estuve allí. Como si todo hubiese sido solo él.

Me crucé de brazos.

—Entiendo… —dije en voz baja—. Pero dame algo, Nikita. Una pista. Lo que sea. Algo a lo que pueda aferrarme para quitarte esta losa de encima. ¿Cómo terminó tu huella en su consola?

Nikita cerró los ojos. No para evadir. Sino para rendirse.

—Fui a verlo —confesó finalmente—. Unos días antes de su muerte. No sabía que eso iba a pasar. No imaginaba que terminaría así.

—¿A qué fuiste?

Miró a Carlos, luego a mí. Estaba midiendo hasta dónde decir. Pero ya estaba acorralado. Y lo sabía.

—Fui a advertirle. Sobre Bert. O… como lo conocí yo: Abel Ron.

Esa sí no me la esperaba.

—¿Abel Ron? —repetí—. ¿Del banco Ron?

—Su hijo. Lo conocí en una clínica privada. Rehabilitación. Yo estaba en el fondo. Después del accidente. Él también estaba allí… pero no para curarse. Creo que su padre lo metió por obligación. Pero Abel… él no quería sanarse. Le gustaba destruir. Jugaba con la gente. Usaba a todos. Hasta los médicos le tenían miedo. Era como si el mal llevase ropa de diseñador.

Se le quebró la voz, pero no por debilidad. Por memoria.




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