William
—¿Y no te parece extraño que justo ahora desaparezca tu coche? – preguntó Carlos.
—Sí —admitió Nikita, pasándose una mano por la cara—. Me parece horrible. Me parece una pesadilla. Pero yo no tengo nada que ver. Os lo juro. No tengo ni idea de quién pudo llevarse el coche. Lo único que sé con certeza, es que tenéis que buscar a Abel Ron. —Su voz sonó de pronto más firme, más clara—. Si alguien tenía control sobre Ángel, era él. Solo él podría matarlo. No yo.
Mientras Carlos interrogaba a Nikita, marqué el número de Santi.
—¿Sí? —respondió con ese tono ligero que aún conservaba, incluso después de horas en la calle.
—¿Cómo te fue en la boutique?
—Algo saqué —respondió—. El dependiente se acordaba perfectamente de la maleta. Difícil olvidarla, según él. Roja, rígida, brillante… “una horterada de lujo”, me soltó con toda la naturalidad.
—¿Recordaba a Ángel?
—Sí. Dijo que vino acompañado de otro hombre, bastante joven, entre treinta y cinco y cuarenta años. Bien vestido, seguro de sí mismo. Parecía conocer a Ángel, hablaron bastante. Al parecer, también le gustó la maleta, porque volvió un par de semanas después y compró una igual.
—¿Y la chica? ¿La reconoció?
—Nada. Ni le sonaba.
—¿Solo tenían esas dos en stock?
—Exacto. El vendedor me dijo que eran tan caras y llamativas que su jefe dudó mucho antes de encargarlas. “No son para cualquiera”, me repitió como un mantra. Pero justo ese mes, las vendió ambas.
—¿Y el comprador de la segunda? ¿Algún dato útil?
—Pagó en efectivo. Nada de nombre, ni número, ni tarjeta. Pelo oscuro, delgado, discreto… pero con una mirada de las que te congelan. Fría, afilada. Como si ya supiera perfectamente lo que iba a meter dentro de esa maleta.
—Perfecto. Gracias, Santi. Ahora necesito otra cosa. Busca una foto de Abel Ron.
—¿De los del banco? —preguntó, interrumpiéndome con una mezcla de sorpresa y alerta.
—Sí. A ver si ese tipo es quien volvió a comprar la segunda.
—Un dato más —añadió, bajando la voz—. Las maletas son de un lote exclusivo, numeradas una por una. El dependiente me dio los números de serie. Los pasé al laboratorio y… sorpresa.
—¿Qué sorpresa?
—La maleta que tenemos en evidencia… no es la que compró Ángel. Es la otra. La segunda.
Me quedé en silencio un par de segundos, con el móvil aún pegado a la oreja. La maleta no era la de Ángel. ¿De la chica? ¿O de un tipo discreto, con mirada fría, que pagó en efectivo y posiblemente era Abel Ron?
—Bien hecho, Santi —dije finalmente, bajando el tono—. Pásame esos números por mensaje y no compartas esta información con nadie más. Absolutamente nadie. ¿Entendido?
—Entendido, jefe —respondió con un leve cambio en la voz. Ya no sonaba tan alegre.
Corté la llamada y metí el móvil en el bolsillo.
Esa información borraba de un plumazo la idea de que Ángel hubiese comprado la maleta en la que apareció su cuerpo.
Entonces, ¿dónde está la suya?
Me giré lentamente. Nikita seguía sentado en el banco, junto al garaje, con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza hundida entre las manos. La imagen del agotamiento total. Me acerqué a Carlos, que observaba en silencio.
—La maleta donde metieron a Ángel no era la que él compró —le dije en voz baja—. Era la otra. La segunda. La que compró Abel Ron.
Carlos frunció el ceño. Tardó un par de segundos en procesarlo. No por falta de comprensión, sino porque, como yo, acababa de ver cómo se encajaba una pieza oscura y peligrosa en el rompecabezas.
—Dios mío… —susurró—. Entonces todo estaba planeado. Y robaron el coche solo para desviar la atención.
Asentí. Despacio. Con esa mezcla de confirmación y rabia contenida.
Por primera vez desde que empezó este caso, teníamos algo sólido. Un dato que no se evaporaba. Una grieta real en el muro de mentiras.
—Carlos —le dije sin levantar la voz—, quédate aquí. Revisa el barrio. Cámaras, testigos, lo que sea. Alguien tuvo que ver algo. Ese coche no salió del garaje solo.
—Entendido —asintió, ya en modo operativo.
Me dirigí hacia Nikita.
—Escúchame bien —le dije firme, pero sin dureza—. Aún creo que no mataste a Ángel, pero necesitas ayudarnos. Colabora con Carlos. Ayúdale a encontrar quién pudo entrar al garaje. Y habla con Jenni. Pregúntale si alguien estuvo en casa el fin de semana. Aunque sea un detalle pequeño. Todo puede servir.
Él levantó la cabeza y asintió lentamente. Aún no era un hombre libre, pero ya no parecía un prisionero perdido. Al menos, tenía un nuevo enemigo claro. Y eso era algo.
Yo me subí al coche y puse rumbo a la comisaría.
Necesitaba pensar. Organizar cada pieza, cada nombre, cada sombra.
Y, sobre todo, encontrar la forma de convencer al comisario para que firmara una orden que me permitiera interrogar a Abel Ron.
Un hombre intocable con apellido que ya pesaba no solo por el dinero de su padre… también por lo que ocultaba.
Cuando llegué a la comisaría, el lugar tenía ese aire relajado de media tarde. El murmullo de teclas, teléfonos que suenan sin urgencia, máquina de café trabajando del estajo. Todo se movía… pero a medias, esperando fin del día laboral y próximas vacaciones de Navidad.
Me dirigí hacia la sala de homicidios con la intención de hacer el informe y luego subir directo al despacho del comisario. Pero entonces la vi.
Mari estaba en su escritorio. Me detuve a medio camino. Algo en su expresión me hizo detener el paso. No era cansancio. Era… otra cosa.
Derrota.
Me acerqué con calma, sin llamar demasiado la atención.
—¿Álvarez? —dije, bajando el tono.
Ella alzó la vista. No del todo. Como si le costara enfocar.
—Inspector —respondió al fin. La voz le salió más baja de lo habitual, sin la firmeza sarcástica de siempre.
—¿Todo bien? ¿Encontraste algo en el archivo? —pregunté, sentándome en el borde del escritorio frente a ella.
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Editado: 07.08.2025