Golpe de suerte

Capítulo 35. Invitados inesperados.

William

El aire fuera olía a leña y promesas falsas de vacaciones. Conduje sin prisa, como si alargar el trayecto fuera una forma de postergar el vacío que me esperaba al llegar. Solo que… esta vez no me esperaba vacío.

Cuando aparqué frente al portal, algo me pareció raro. Una silueta conocida estaba sentada en el banco junto a la entrada, abrigada hasta el cuello y rodeada de bolsas. Muchas bolsas.

Bajé del coche y me acerqué. Steve Rain. Le reconocí enseguida.

—¿Tú? —solté sin saludarlo.

Levantó la mano como si me estuviera deteniendo en un control de frontera.

—Buenas tardes, inspector. No dispares. Vengo en son de paz.

—¿Qué haces aquí? ¿Y qué es todo eso?

—Regalos. —Se puso de pie con gesto solemne—. Bueno, regalos y algunas cosas que no cabían en la maleta. Prometí a tu madre que vendría antes de Navidad. Pues aquí estoy. Para pasar la fiesta con vosotros. Pero en casa no hay nadie.

La verdad, no tenía ni la menor idea de que mi madre —con toda su bondad desbordante— había decidido invitar al niño rico para Navidad, transformando nuestra celebración familiar en una especie de cena diplomática con embajador incluido. Pero, para ser justos, gracias a él conseguí aquella cita imposible en el salón de Ángel. Y, lo admito, Steve me caía bien. Incluso me daba cierta lástima. Tenía todo lo que el dinero puede comprar… y nada de lo que realmente vale algo. Tal vez por eso, en lugar de mandarlo al diablo con su arsenal de regalos de lujo, abrí la puerta y lo dejé entrar.

—Al menos podrías haber avisado que venías —dije, mientras me preguntaba dónde estaría mi madre a esas alturas de la tarde. Las siete no eran hora de escaparse sin decir nada.

—¿Para qué? —respondió Steve, con esa mezcla suya de ingenuidad y determinación—. Ana sabía que vendría. Se lo prometí, y siempre cumplo mis promesas.

Suspiré y me hice a un lado.

—Bueno, pasa y ponte cómodo —cedí, ya haciendo cálculos mentales sobre cuántas noches me tocaría otra vez el sofá, viendo el tamaño del maletón que arrastraba como si pensara quedarse hasta Semana Santa.

Intenté volver a centrarme. Pero los pensamientos, como siempre últimamente, me llevaron de regreso al caso Valverde.

—Oye… tú que vienes de ese mundo de dinero y apellidos que suenan a consejo de administración… —empecé.

—No es mi mundo —me cortó enseguida, sin perder la sonrisa—. Solo nací allí. No encajo. Tú lo sabes.

—No te lo tomes a mal —le di una palmadita en el hombro—. Solo quería preguntarte si sabes algo de Abel Ron. El hijo de Robert Ron. Banco R. ¿Te suena?

Steve se encogió ligeramente de hombros.

—¿Para qué lo necesitas?

—Curiosidad profesional.

Su sonrisa se torció un poco, como si el nombre le trajera recuerdos poco gratos.

—Si tú estás curioso… es porque ese cabrón se ha metido en otro lío —dijo, con una risa seca.

—¿Otro? ¿Hubo anteriores?

—Y tantos. Su propio padre tiró la toalla hace tiempo. Le cedió todo el negocio del banco a su hija menor. La favorita. Mi padre aún sueña con casarme con ella, como si fuera un trofeo de equilibrio financiero.

—¿Y tú?

—No soy tan cínico como para casarme con una hoja de Excel —negó, con una mueca—. Aunque reconozco que sabe más de números que yo de relaciones humanas.

—Vale… pero ¿y Abel?

Steve se recostó en el respaldo del sillón, con gesto pensativo.

—No lo conozco en profundidad. Coincidimos en un par de recepciones oficiales. Saludos de compromiso, frases de catálogo…. No me gusta repetir rumores…

—No te preocupes —lo animé—. Estoy hecho a los rumores. ¿Qué se dice?

—Que no está bien de la cabeza. En serio. Estudió medicina, pero no terminó. Se enganchó a las drogas. Tenía acceso a todo, y aun así… se perdió. Yo mismo puedo confirmar. Tenía esa mirada… vacía. Perdida. Como Elsa.

Su voz se volvió más grave con ese último nombre. Elsa. Un punto de referencia que entendía demasiado bien.

—Después su padre lo encerró en una clínica psiquiátrica, o algo parecido. Escuché que hizo una barbaridad allí —dijo Steve, bajando un poco la voz—. Desde entonces, la relación con su padre cambió por completo. Desapareció de todos los eventos oficiales. Su hermana empezó a ocupar su lugar, como si él nunca hubiera existido. Honestamente, llevaba un par de años fuera del mapa... pero parece que ha vuelto. Y no precisamente en silencio.

—¿Crees que, si llegara a hacer algo realmente grave... algo imperdonable, su padre lo sacaría del sistema judicial? —pregunté, sin rodeos.

Steve se encogió de hombros, pero su expresión ya no era ligera.

—No lo sé. Pero sé esto: Robert Ron, como mi padre, no entiende la justicia como la entiendes tú. Ellos no creen en tribunales. Juegan con sus propias reglas. Con sus propios códigos. Y lo que no encaja… lo eliminan.

Y en ese momento supe que Abel Ron no solo era un sospechoso. Era una bomba de relojería con apellido blindado y, por un segundo, lo admito, hasta agradecí al comisario por quitarnos el caso. No por cobardía. Por supervivencia.

—Olvídalo —dije, haciendo un gesto con la mano—. Voy a llamar a mi madre, a ver si decide honrarnos con su presencia.

Mientras Steve se acomodaba como un príncipe en mi habitación, me fui a la cocina, saqué el teléfono y marqué su número. No respondía. Y ahí empezó a rondarme esa inquietud aguda, esa que solo dan los silencios inoportunos.

Al tercer intento, contestó.

—Mamá, ¿dónde estás? —pregunté, sin disimular el nerviosismo.

—No te preocupes, hijo. Ya estoy volviendo —respondió, con un tono extrañamente alegre—. En veinte minutos llego. Y… no estaré sola.

—Claro. Steve ya está aquí. Supongo que lo sabías —murmuré, conteniéndome—. La próxima vez que invites a alguien a mi casa, podrías, no sé… avisar.

—¡Ay, perdona! Se me pasó —dijo sin una pizca de culpa—. Pero te aviso ahora: llego con una chica muy especial.




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