Golpe de suerte

Capítulo 36. Un accidente de tráfico menor.

Marí.

Cuando ayudé a aquella mujer que se cayó en plena calle, jamás imaginé en qué terminaría todo aquello.

Durante todo el camino de regreso a casa, no podía apartar de mi mente lo que acababan de contarme mis compañeros.
—¡No te imaginas quién resulta ser ese tal Bert! —exclamó Carlos, con los ojos brillando de emoción.
Lo miré fijamente. A diferencia de mí, él no parecía sentir ni un ápice de miedo ni preocupación.
—Es Abel Ron —anunció con aire triunfal—. El hijo del dueño del Banco R.
—Y hay pruebas circunstanciales que lo vinculan con el asesinato de Ángel Valverde —añadió Santi.
—¿Cómo es posible? —pregunté, sin poder disimular mi asombro.
—Las maletas son la clave —respondió Carlos, bajando un poco la voz.
—Eran artículos de moda exclusivos, numerados de fábrica...
—¿Como los bolsos de lujo? —interrumpí.
—Exacto —asintió Santi—. Según el dependiente de la tienda, Ángel compró la primera maleta. Abel lo acompañaba aquel día. Pero dos semanas después, Abel regresó solo... y adquirió la segunda unidad.
—¿Adivinas qué número de serie tenía la maleta donde hallaron el cuerpo de Ángel? —intervino Carlos con voz grave—. El de la segunda, la que compró Abel.
Me incliné hacia adelante, con los ojos encendidos por la comprensión.
—¡Entonces la maleta de Ángel...! —exclamé, hilando rápidamente las piezas—. Debió usarse para ocultar el cuerpo de la chica... Lo que significa que Ángel tuvo que estar involucrado. O al menos, fue testigo de algo.
—O quizás simplemente descubrió por accidente las actividades peligrosas de su amante —añadió Santi en voz baja.
—Eso explicaría su estado depresivo los últimos dos meses —dije, recordando los comentarios que había escuchado de los empleados del salón—. Tal vez no podía soportarlo, intentó denunciar a Abel... y este lo mató.
—¡Apuesto lo que sea a que resolvemos este caso antes de Año Nuevo! —concluyó Santi con entusiasmo.
—No estoy tan seguro —refunfuñó Bruno—. Meterse con una familia que controla mi hipoteca y la de millones de idiotas más... no será fácil.

De pronto, Bruno había expresado exactamente lo que me preocupaba. Si habían logrado enterrar tan hábilmente el caso de aquella pobre chica, harían lo mismo con este. Un peluquero, por famoso que fuera, no mancharía el nombre de los banqueros. Harían lo imposible para que ni la sombra de este crimen los rozara.

Eso era lo que pensaba mientras estacionaba frente al supermercado.

De repente, un imprudente en patinete eléctrico casi chocó contra la puerta de mi coche.
—¡Eh, tú! —grité—. ¡Está prohibido circular por la calzada! ¿Para qué crees que construyeron los carriles bici?
El temerario no me hizo caso y, en vez de usar el carril bici, giró hacia el paso de peatones donde caminaba una mujer.

Todo ocurrió en un segundo: un grito ahogado, una maldición y el golpe seco.
La mujer cayó de lado, tropezando con la acera. Su bolso se abrió y su contenido se desparramó por el suelo: llaves, un paquete de pañuelos, una botella pequeña de agua y un teléfono móvil que quedó vibrando sobre el asfalto.

Corrí hacia ella, junto con otro par de testigos que se acercaban desde la entrada del supermercado.
—¿Está bien? —pregunté, agachándome a su lado.
Ella tenía el rostro desencajado por el dolor. Se sujetaba el brazo izquierdo con la mano derecha, los dedos crispados y el gesto tenso.
—¡Ay... el brazo! Creo que me lo he torcido… —murmuró, con la voz entrecortada.
—No se mueva —le dije—. Llamaremos a una ambulancia.
El del patinete, por supuesto, ya no estaba. Había salido disparado por la esquina sin siquiera mirar atrás.
Una mujer joven que había presenciado todo sacó el teléfono para llamar al 112, pero la mujer herida la paró.
—No, por favor, no llamen. No pasó nada. Estoy bien. No es necesario molestarlos —dijo. Intentó incorporarse y yo la ayudé.
El otro testigo, mientras tanto, recogía las cosas del suelo.
—¡Por culpa de idiotas como este da miedo caminar por la calle! —exclamó la joven al notar mi uniforme de policía—. ¿En qué están pensando? A estos temerarios habría que meterlos en la cárcel.
—La culpa no es de ellos, sino del gobierno —intervino un hombre, defendiéndome—. ¿Cuántas veces han pedido que regulen estos patinetes?
—No hay que regularlos, ¡hay que prohibirlos! —insistió la mujer.

Mientras discutían buscando un culpable, revisé el brazo de la víctima. Tenía la muñeca algo hinchada y la piel empezaba a tomar un tono rojizo.
—No parece muy grave —le dije con suavidad—, pero le aconsejo que vaya a un hospital.
Ella asintió sin decir nada, aún respirando con dificultad. Luego, con una leve sonrisa, respondió:
—Claro, hija... pero seguro que perderé allí toda la noche, y no quiero preocupar a mi hijo.
—¿Su hijo? —pregunté, mientras me agachaba a recoger su bolso.
—Él también es policía, como tú —añadió, con algo de orgullo en la voz.
—Entiendo —asentí—. Pero no hace falta ir hasta el hospital central. Puede acercarse al centro de salud de su barrio; siempre hay alguna enfermera de guardia. Le echarán un vistazo.

Le sonreí, no porque fuera la madre de un compañero de profesión, sino porque su sonrisa tenía algo cálido, entrañable. Algo que me desarmaba.
—¿Quiere que la lleve? —pregunté, casi sin pensarlo.
Ella me miró con sincero agradecimiento y asintió. La ayudé a levantarse y la acompañé hasta mi coche. Durante el breve trayecto apenas hablamos, pero al llegar al centro de salud, mientras esperábamos a que la atendieran, por fin nos presentamos.

Se llamaba Ana. Y en cuanto tuvo oportunidad, empezó a hablar de su hijo: que era tan bueno, tan guapo, pero que el trabajo en el cuerpo no le dejaba tiempo para formar una familia.
—¿Y tú tampoco estás casada? —me preguntó de pronto, con esa mezcla de picardía y ternura que tienen algunas madres—. No llevas anillo. ¿Tienes hijos?
—No —respondí, sonriendo—. Ni hijos, ni marido... ni siquiera novio, la verdad.
—Claro... porque también trabajas de policía —suspiró Ana, como si ya todo estuviera dicho.
—No, no es por el trabajo —negué con la cabeza, divertida—. Simplemente aún no encontré a mi príncipe azul.
Ana se echó a reír.
—Ay, hija... los príncipes azules no nacen, los hacemos nosotras. Cuando conocí a mi difunto marido —que en paz descanse...




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