Golpe de suerte

Capítulo 37. ¿Irme o quedarme?

Mari

Tampoco supe qué decir al principio. Me quedé unos segundos inmóvil, con Ana apoyada en mi brazo, mientras observaba cómo el gesto de William se transformaba al ver el cabestrillo improvisado en el brazo de su madre.

—¿Qué ha pasado? —preguntó, con un tono ya preocupado, dando un paso hacia nosotras.

—Un accidente —respondí—. Un chico en patinete eléctrico se saltó el paso de peatones y… bueno, tu madre cayó. Se torció la muñeca. No es grave, pero le dolía bastante. Ahora solo necesita reposo.

—No quise preocupar a nadie —añadió Ana enseguida, en tono tranquilizador—. Esta muchacha me ayudó. Me llevó al centro de salud. Es un sol.

William me miró, incrédulo, como si necesitara unos segundos para procesar que aquella "muchacha" de la que hablaba su madre con tanto afecto era yo. Luego sonrió, con una mezcla de alivio y algo más que no supe identificar.

—Pasa, por favor —dijo, abriendo la puerta del todo—. Mamá, siéntate. Ahora mismo te traigo hielo.

La ayudé a entrar y la acompañé hasta el sofá. La casa era cálida, algo desordenada pero acogedora, con fotos familiares en las estanterías y un tenue aroma a café reciente flotando en el ambiente.

William desapareció por el pasillo y, en su lugar, apareció un muchacho de unos veintitrés o veinticinco años. ¿Otro hijo?

—¡Ana! ¿Qué ha pasado? —exclamó, acercándose rápidamente.

Repetí la explicación, casi palabra por palabra.

—Voy a llamar ahora mismo a mi médico. Te tienen que revisar bien —dijo el joven, sacando el móvil con urgencia.

—Ya me atendieron en el centro de salud, Steve —respondió Ana con una sonrisa—. Te presento a mi salvadora. Se llama Mari.

—Steve, amigo de la familia —dijo él, inclinándose para darme un beso en la mejilla.

Justo entonces William regresó con una bolsa de hielo envuelta en una toalla. Al ver a Steve tan cerca de mí, lo miró con una expresión de recelo apenas disimulada.

—¿Ya te autoproclamaste mi amigo? —le soltó con ironía.

—¿Y qué se supone que soy, entonces? —respondió Steve, fingiendo inocencia.

—¡No se peleen, niños! —intervino Ana con aire maternal—. Mejor ofrézcanle algo a Mari. ¿Un café, un té, algo fresco?

William me pasó el hielo en silencio y se fue hacia la cocina, seguido de cerca por Steve. Mientras aplicaba la compresa en el brazo de Ana, noté que la hinchazón había bajado gracias a la inyección que le habían puesto en el centro de salud.

—Creo que ya no hace falta el hielo —dije—. Voy a llevarlo a la cocina antes de que se derrita.

Al acercarme, escuché fragmentos de la conversación entre los dos hombres al otro lado del marco de la puerta:

—No está nada mal esa Mari... incluso con ese uniforme horrible —bromeó Steve con una risa ahogada.

—Escúchame bien, mocoso: ni se te ocurra acercarte a ella —replicó William en tono seco.

—¿Ah, sí? ¿Te gusta o qué?

—Es mi subordinada, ¿entendido?

—Entendido que te gusta —se burló Steve—. Y si además es tu subalterna...

—Cállate, imbécil —gruñó William, empujándolo con fuerza—. No tienes ni idea...

En ese momento, William giró la cabeza y se congeló al verme en el umbral, con una sonrisa amable y la bolsa de hielo en la mano.

—Ya no era necesario —anuncié con naturalidad, tendiéndole el paquete aún envuelto en la toalla.

Steve me guiñó un ojo y levantó el pulgar, cómplice.

—¿Quieres un café? —logró articular William, recuperando la compostura.

—¿O quizás un coñac añejo traído de Francia? —añadió Steve, con su sonrisa descarada.

—No, gracias —respondí divertida, aunque manteniendo el tono profesional—. Solo un vaso de agua estará bien.

William llenó un vaso y me lo tendió. Steve, adoptando un aire ceremonioso, anunció:

—Voy a ver cómo está Ana.

Y salió de la cocina con paso acelerado, como si su único objetivo fuera dejarnos a solas. ¡Qué teatralidad!

Bebí un sorbo de agua y le devolví el vaso a William.

—Gracias —dije, sin moverme del todo. No sabía si debía marcharme o quedarme un poco más.

—Gracias a ti —respondió él, mirándome a los ojos—. Por cuidarla. Podrías haberte ido sin más, pero...

—No podía —lo interrumpí con un leve encogimiento de hombros—. No después de lo que me dijiste esta tarde.

Él asintió en silencio. Me giré con intención de volver al salón, despedirme de Ana y marcharme a casa.

—Espera... —dijo entonces, con un tono más bajo—. No he sido del todo sincero contigo.

Me detuve un instante.

—Nos quitaron el caso Valverde. Y no moví un dedo para evitarlo.

—¿Qué...? —murmuré, desconcertada.

—Fui a pedir la orden de arresto contra Abel Ron. El comisario me dijo que “habían llamado de arriba”. Ordenaron transferir el caso a la central. Él no quiso estropear nuestras estadísticas. Y yo… no dije nada. No me opuse.

Lo miré en silencio, sintiendo el peso de esa confesión colgar entre los dos.

—¿Sabes? —dije al cabo de unos segundos—. Tal vez… tal vez sea lo mejor.

Y caminé hacia el salón, donde Ana y Steve nos esperaban.

—Bueno… me voy —dije al fin, aunque mis pies no se movieron.

—¿Ya? —protestó Ana con una mueca de decepción—. Quédate un ratito más, mujer. William y Steve están a punto de preparar la cena. ¿Verdad, hijo?

William la miró, algo descolocado, mientras Steve alzaba una ceja.

—¿Yo? —se rió Steve, alzando las manos—. Ana, por favor, sabes que soy un desastre en la cocina. Si acaso pongo la mesa… mal.

—¡Pero yo con esta mano no puedo ayudar a Willy! —dijo Ana, resignada, y luego me miró—. Mari, corazón, ¿le echas una mano tú? Él cocina bien, pero necesitará ayuda. Además, ya es tarde...

Y aunque en otro momento habría dicho que no, esa vez asentí con una sonrisa.

—No, mamá —intervino William—. Pedimos unas pizzas o algo rápido. Mañana buscaré a alguien que te ayude con la casa.

—¿Unas pizzas? —exclamó Ana, teatral—. ¿Tú vas a servirle pizzas a una invitada? ¡Mari tiene que probar tus papas! Que sepa que cocinas como los ángeles.




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