William
No era así como había imaginado la noche.
En mi cabeza, la escena era otra: una película cualquiera, luces apagadas, tal vez mi brazo rozando el de Mari en la oscuridad del cine. Después, una cena rápida, palabras sueltas, ese tipo de silencio cómodo que a veces vale más que las conversaciones largas.
Y, sin embargo, el destino decidió cambiar un poco el escenario, trasladándonos a la cocina de mi casa, donde yo estaba friendo papas mientras ella pelaba ajos como si llevara años haciéndolo. No pelar los ajos, claro. Estar en mi cocina. Lo más curioso no era verla allí, sino que me resultara tan natural. Y no me molestaba en absoluto. Al contrario. Algo en esa escena improvisada me hacía sentir extrañamente cómodo.
—¿Pimienta o pimentón? —preguntó Mari, interrumpiendo mis pensamientos mientras sostenía los dos frascos frente a mí.
—Pimentón —respondí sin dudar—. Pero del ahumado, si es que mamá no se lo acabó.
Ella buscó en el armario con la misma soltura que si conociera ya los estantes. Y cuando lo encontró, alzó el frasco con una sonrisa de victoria.
—Tus papas empiezan a oler peligrosamente bien —dijo, dejando la especia en la encimera.
—¿Peligrosamente bien?
—Sí —asintió—. Del tipo de olor que hace que te encariñes con el cocinero sin darte cuenta.
Le lancé una mirada por encima del hombro. No estaba seguro de si había sido un cumplido a mis dotes culinarias o a mí en general. Fuera lo que fuese, me gustó.
—Eso sería… una amenaza —le dije, revolviendo las papas con más ímpetu de lo necesario.
—Tal vez —dijo ella, encogiéndose de hombros mientras se sentaba en el taburete junto a la mesa.
Durante unos segundos, no dijimos nada. Solo se escuchaba el chisporroteo del aceite, el leve crujido del pan tostándose en el horno y las voces amortiguadas de mi madre y Steve riéndose de algo en el salón.
Entonces, sin pensarlo demasiado, solté:
—No suelo cocinar para nadie —admití.
Mari me miró con cierta sorpresa, como si intentara entender si hablaba en serio.
—¿Nunca?
—Muy pocas veces —respondí, encogiéndome de hombros—. No tengo tiempo. Y tampoco invito gente a casa. Hoy no tuve opción —añadí, señalando la cocina con un gesto vago.
—¿Y te arrepientes?
Tardé unos segundos en contestar. La verdad era que no. Me gustaba. Me gustaba todo esto. Pero decirlo en voz alta… era más difícil que echar sal a ojo.
—Todavía no sé si las papas quedaron buenas —dije al fin, usando la ironía como escudo.
Ella rio con suavidad.
—Entonces déjame ser tu jueza oficial.
Algo en su mirada cambió cuando no respondí directamente. Como si esperara más… y no se lo diera. Se levantó sin decir nada más, fue hasta la alacena y empezó a sacar platos.
—Voy a poner la mesa —anunció, antes de salir de la cocina.
No supe cómo había pasado, pero cuando me quise dar cuenta, estábamos todos sentados a la mesa, como si aquello fuera lo más normal del mundo.
La cena fue… distinta.
Mamá habló sin parar, como si cada historia que llevaba guardada necesitara salir justo esa noche. Steve se lució contando anécdotas absurdas que la hacían reír hasta las lágrimas. Y Mari, aunque era la "invitada", no parecía una extraña. Se acomodó a la dinámica con una naturalidad que descolocaba. Incluso se atrevió a corregir a mamá en una receta, y nadie se molestó.
Después, Steve apareció con un viejo juego de mesa que había estado enterrado en un cajón de mi habitación desde la adolescencia, y jugamos como si el tiempo no importara.
Y yo… me descubrí mirándola más de lo que debería.
No solo porque se reía con una facilidad contagiosa, sino porque lograba conectar con todos. Con mamá, que no suele abrirse tan rápido con nadie. Incluso Steve la miraba con esa complicidad fácil que vi hacerlo solo con mi madre.
¿Cómo lo había logrado?
No lo sé. Pero sí sé que, por primera vez en semanas, no pensaba en la comisaría, ni en el caso Valverde, ni en lo que me esperaba al día siguiente. Por una noche, estaba completamente desconectado del trabajo.
Y justo cuando el reloj se acercaba a la medianoche, mamá empezó a bostezar.
—Voy a fregar la loza yo —se ofreció Steve, cuando terminamos de recoger las fichas del juego—. Vosotros ya hicieron suficiente.
—Debería irme a casa —dijo Mari, con esa mezcla de timidez y cortesía—. Mañana toca madrugar.
—Sí… —respondí con cierta resignación. Sabía que tenía razón. Al día siguiente teníamos que terminar los papeles para cerrar oficialmente la transferencia del caso Valverde. Una mierda. Pero inevitable—. Te acompaño.
—No hace falta, vivo cerca —protestó enseguida, como evitando molestias.
—¡Ni hablar! —intervino mamá desde su sillón, con tono tajante—. Aunque vivas a la vuelta y lleves ese uniforme, no es seguro que una chica vuelva sola a estas horas.
Mari sonrió, sin oponer más resistencia, y fue hacia el recibidor para ponerse la cazadora. Mientras tanto, mamá me hizo un gesto imperioso con la mano. Me acerqué y, cuando estuve a su altura, me agarró del suéter y me susurró al oído:
—Si dejas escapar a esta chica, te juro que te mato.
Tuve que contener la risa. La conocía demasiado bien como para no tomar en serio esa amenaza envuelta en cariño. Pero la verdad es que no pensaba dejarla escapar. No ahora. No después de esta noche.
Mari había hecho lo que nadie lograba con facilidad: conquistar a todos. A mi mamá, cuya intuición rara vez fallaba, ya la había adoptado. Steve, que no confiaba ni en su sombra, la miraba como si llevaran años de complicidad.
Y yo... bueno. A mí ella me había conquistado mucho antes. Probablemente desde aquella vez, cuando desperté en su cama, sin recordar cómo había llegado allí, pero con la certeza inexplicable de estar exactamente donde debía.
El camino hasta su casa se me hizo insoportablemente corto, aunque hice lo posible por alargarlo. Caminé más lento de lo habitual, deseando que el trayecto no se acabara nunca. Pero todo termina, y al final nos detuvimos frente a su portal.
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Editado: 07.08.2025