Mari
Entré corriendo al portal y me apoyé contra la puerta, sintiendo cómo el corazón me latía con tanta fuerza que me retumbaba en los oídos, mientras mis mejillas ardían como llamas. No recuerdo la última vez que me sentí tan… confusa, tan llena de vergüenza, pero a la vez invadida por una dulce agitación que no lograba comprender.
Respiré hondo, tratando de calmarme. Escuché sus pasos alejándose y entonces subí a mi planta. Las manos me temblaban mientras rebuscaba las llaves en el bolso. Apenas crucé la puerta del piso, Silvia apareció en el pasillo con esa expresión de vecina preocupada que no sabe si abrazarte o interrogarte.
—¡Menos mal! Ya iba a bajar con la linterna —dijo, soltando un suspiro digno de telenovela.
—Estoy bien —le aseguré con una sonrisa que me tiraba hasta los pómulos—. Solo se me hizo tarde.
Silvia entrecerró los ojos con suspicacia, como si pudiera leer entre líneas.
—Ajá... claro. ¡Cuenta!
—¿Contar qué? —pregunté, fingiendo la más absoluta inocencia.
—¡Todo! —insistió, con los brazos en jarra y esa mirada suya de interrogadora profesional—. Te vi volver con alguien. Y considerando que llegas pasada la medianoche, aún con el uniforme de policía… —hizo una pausa dramática—. Solo puedo asumir que era tu jefe. ¿Cómo lo llamabas? ¿El Oso, no?
Puso los ojos como platos y me señaló con el dedo, como si acabara de resolver un crimen.
—¡Era él, ¿verdad?! ¿Fue una cita? ¿Adónde fueron? ¿Es soltero? ¿Y...? —alzó las cejas con complicidad— ¿Pasó algo?
Suspiré, derrotada. Sabía que no iba a soltarme hasta que lo dijera.
—Sí, era William. Estuve en su casa. No, no está casado. Y no... no pasó nada.
Pero entonces, sin pensarlo demasiado, lo dije en un susurro casi inaudible:
—Aunque... ojalá hubiera pasado.
Silvia no respondió al instante. Me observó con esa mezcla de calidez y análisis clínico que manejaba tan bien. Su mirada me atravesó con una sutileza irritante.
—Ajá —murmuró, ladeando la cabeza—. Ese "ojalá" tiene muchas capas, ¿sabes?
Rodé los ojos, pero no pude evitar sonreír.
—Silvia, por favor, no me psicoanalices.
—No lo hago... todavía —respondió, cruzando los brazos—. Solo te escucho. Y tú, amiga mía, acabas de suspirar como si hubieras dejado el alma en el portal.
Me dejé caer en el sofá, cubriéndome el rostro con las manos.
—Es que fue... intenso. No sé cómo pasó. Una cena en familia, estaba su madre y un amigo, juegos de mesa, risas... y luego ese beso...
—Ajá —repitió, sentándose a mi lado, ahora con expresión seria—. ¿Y qué sentiste?
—Silvia...
—No es una trampa. Es una pregunta simple. ¿Qué sentiste? —me miró con suavidad, pero sin ceder ni un milímetro.
—Como si todo el ruido de mi vida se hubiera apagado por un momento —confesé en voz baja—. Como si me encontrara en medio de una tormenta, y él fuera el único sitio seguro. Pero a la vez... me dio miedo. Miedo real.
Silvia asintió, casi orgullosa.
—¿Miedo de qué?
—De perder el control. De sentir tanto. De que esto no sea solo un momento, sino el principio de algo que no sé si puedo manejar. —Me froté las sienes, agotada—. No estoy lista para esto. Aún.
—¿Y cuándo piensas estar lista? —preguntó—. Por Dios, Mari, ya tienes veintisiete años. Pero actúas como si tus sentimientos fueran una amenaza. ¿Qué te asusta?
—No es miedo... bueno, sí. Miedo de equivocarme. De hacer algo mal.
—¿Y cómo sabes que estás haciendo algo mal?
—Por ejemplo, empezar algo con tu jefe es un error —respondí con firmeza—. Acabo de escapar de un jefe acosador, y ahora este...
—Pero dijiste que “El Oso” no está casado. Es completamente distinto. El amor no siempre entorpece el trabajo; a veces hasta lo mejora.
—No. No en nuestro trabajo —negué con la cabeza—. Además, nos conocemos hace menos de una semana. ¿Y si para él esto no significa nada? ¿Y si en realidad está con esa rubia, la forense?
—Ajá, ¡así que aún piensas en ella! —se rió Silvia.
—No. Solo intento...
—Controlar la situación y calcular todos los riesgos —me interrumpió—. ¿Sabes cuál es la diferencia entre el amor y el cálculo?
—¿Cuál?
—El amor es saltar sin paracaídas, tirarte de cabeza al abismo. El cálculo es saltar con paracaídas e instructor incluido. Las sensaciones parecen similares al principio: caes en picada, te sientes libre, disfrutas del viento... pero son completamente distintas. Porque en el amor no esperas nada y disfrutas la caída. En el cálculo, temes que algo falle: que el paracaídas no se abra, que el instructor se equivoque. Vives tensa, esperando el desastre. Y no disfrutas.
—¿Según tú, es mejor estrellarse contra el suelo?
—No —replicó—. Es que algunos viven a tope, aunque sea por poco tiempo... y otros pasan la vida evitando golpes.
Me quedé en silencio mientras Silvia desaparecía tras su puerta. El clic de la cerradura fue suave, pero dentro de mí, sus palabras estallaban como bengalas en la oscuridad.
El amor es saltar sin paracaídas.
¿Y si tenía razón?
Me dejé caer sobre la cama sin siquiera quitarme el uniforme. La tela, rígida y áspera tras tantas horas, me incomodaba, pero no tanto como los pensamientos que me apretaban por dentro. Me sentía atrapada. No por la ropa, sino por esa sensación de estar en medio de algo que no podía controlar. Como si no encajara del todo. Ni fuera... ni dentro de mí.
Y sin embargo, cuando me besó…
Por un instante, estuve dispuesta. Dispuesta a soltar el control. A dejar atrás los miedos, las dudas, el pasado. Dispuesta a saltar al vacío sin mirar abajo.
Porque en ese beso —en su urgencia, en su temblor, en la forma en que me sostuvo como si el mundo pudiera desaparecer bajo nuestros pies— hubo algo real. Algo que no podía calcular, ni evitar, ni ignorar.
Me di cuenta de que había pasado tanto tiempo reprimiendo lo que sentía, temiendo elegir mal, que ya no recordaba cómo se sentía elegir con el corazón.
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Editado: 07.08.2025