William
Fui directo a casa. El frío ya no importaba; lo sentía como un murmullo lejano, ahogado por una única sensación que me latía bajo la piel: esa mezcla desconcertante de felicidad y vacío que me dejó su reacción.
Mari me besó. No fue un roce dudoso ni un gesto confuso. Fue real. Profundo. Urgente. Lleno de algo que parecía corresponder a lo que yo sentía.
Y, sin embargo, bastó el sonido de su teléfono para apagarlo todo. Como si el mundo se encendiera de golpe y la devolviera a una realidad en la que yo no tenía lugar. Como si lo que acababa de pasar entre nosotros hubiera sido un error.
Crucé la calle sin pensar, todavía anclado a ese portal, a su rostro.
Esa última mirada… no fue indiferente.
¿Culpa? ¿Como si se reprochara haber sentido algo?
¿O miedo?
¿Fue por mí?
¿La asusté?
¿Me precipité como un idiota hambriento de algo que ella no estaba lista para dar?
¿Y si no era su vecina al teléfono? ¿Y si era alguien más? ¿Un ex? ¿Una pareja? ¿Algo que no me ha contado?
No… no quiero creer eso. Si estuviera con alguien, no me habría llevado a su casa.
Al llegar, no encendí la luz. No quería despertar a nadie. Solo necesitaba silencio. Un poco de sombra para ordenar todo lo que me pasaba por dentro.
Me dejé caer en el sofá, con los codos sobre las rodillas, la frente hundida en las manos. Todo estaba en calma.
Pero apenas el cojín crujió bajo mi peso, las puertas de los dormitorios se abrieron al mismo tiempo, como si hubieran estado esperando esa señal exacta.
Y ahí estaban: mamá y Steve, parados en la entrada del salón, despeinados, con cara de sueño… y con una sola palabra, al unísono:
—¿Qué?
No fue un “¿qué pasó?”, ni un “¿qué haces aquí?”, ni siquiera un “¿todo bien?”. Solo eso.
Un ¿qué? cargado de intenciones, de madre vigilante y "amigo" entrometido.
Los miré sin levantar del todo la cabeza, con una media sonrisa derrotada.
—Nada —murmuré, pasándome una mano por la cara—. En serio. Vamos a dormir todos, por favor.
—¡¿Cómo que nada?! —exclamó mamá, incrédula—. ¿Qué te dijo?
—Nada. Le di las gracias por ayudarte… y se fue —respondí, evitando cuidadosamente mencionar el beso.
Mamá frunció el ceño. Esa expresión suya… la conocía bien: decepción mezclada con ya me lo imaginaba.
Steve cruzó los brazos y se apoyó contra la pared, como si acabaran de encender la tele y estuviera por empezar el episodio más esperado.
—¿Ni siquiera la invitaste a salir? —preguntó él, como quien enumera lo obvio.
—O a pasar la Navidad con nosotros —añadió mamá, con los ojos iluminados como una niña ante un regalo.
—Contigo no basta —refunfuñé, señalando a Steve con la cabeza—. Ahora me salen los dos de celestinos...
—Está clarísimo: hiciste algo mal y ella te mandó a paseo —sentenció Steve, con una sonrisa burlona.
—Willy, ¿te rechazó? —preguntó mamá, sin malicia, pero con esa curiosidad implacable de madre.
—¡No digas tonterías! —rugí, más alto de lo que pretendía—. ¡Es mi subordinada! ¿Qué esperaban que hiciera? ¿Qué le ordene... que me acepte?
Me quedé en seco.
La frase se me cortó en la garganta, sin aire, sin fuerza. Porque en realidad… no sabía qué más decir. ¿Contarles que la besé, que ella me besó… y luego me dejó a dos velas?
Ese interrogatorio improvisado, a esas horas y con la cabeza hecha un lío, solo servía para hacerme sentir peor.
—¿Y por qué no? —se indignó mamá—. Si ya cenaste con ella. ¿O era otra chica diferente?
—No, mamá. Era Mari —respondí—, pero para ser honestos, fue una cena de trabajo. Así que mejor a dormir. A diferencia de vosotros, mañana tengo que trabajar... y será un día muy largo.
—Bueno… —dijo mamá, con un suspiro, como soltando una cuerda—. Ya hablaremos mañana.
Steve se encogió de hombros y se dio la vuelta sin insistir. Mamá lo siguió en silencio.
Me quedé solo en el salón, en la penumbra, con la sensación de que todos sabían cómo debería actuar… menos yo.
***
La mañana siguiente llegué a la comisaría más temprano de lo habitual. No porque me sobraran energías —que no—, sino porque necesitaba escapar de casa antes de que mamá y Steve empezaran de nuevo con las preguntas incómodas y las ideas estúpidas. Prefería tener un rato a solas en el despacho antes de enfrentarme al caos habitual.
Pero apenas crucé la puerta de la sala de homicidios, supe que la paz era una ilusión.
—¡Te estás pasando de la raya, tío! —gritó Santi en la cara de su compañero.
—¡Yo llegué antes a esta comisaría! ¡Tú ni siquiera estabas aprobando la oposición! —respondió Carlos—. Tengo más derechos que tú.
Solté un suspiro y cerré la puerta de un golpe. Al entrar, me crucé de brazos y alcé una ceja.
—¿Qué demonios es esta pequeña guerra civil en mi equipo?
Ambos se giraron como niños atrapados con la mano en el tarro de galletas.
—Jefe… —empezó Santi.
—Esto tiene una explicación —dijo Carlos al mismo tiempo.
—Estoy esperando —dije, con la voz tan plana que ni yo sabía si era paciencia o amenaza.
Carlos dio un paso adelante, con esa falsa tranquilidad que precede al caos.
—Verá… ayer nos diste las invitaciones para la cena de fin de año del cuerpo —dijo, levantando una tarjeta dorada como prueba del crimen—. Cuatro entradas por unidad. Y…
—Bruno se quedó con dos —interrumpió Santi, indignado—. Quiso llevar a su mujer y con eso ganarse puntos con la suegra. Es entendible. Le dimos tu invitación.
—Sí, un gesto de compañeros —asentí.
Carlos asintió, resignado.
—Quedaban dos. Y… bueno, ambos queríamos invitar a Mari.
Ah. Lo que me faltaba: una disputa sentimental entre mis chicos por ella.
—¿Invitar cómo? —pregunté, fingiendo inocencia mientras los miraba uno por uno—. Las invitaciones son para vosotros, no para ella.
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Editado: 07.08.2025