Mari.
El timbre sonó con una insistencia absurda, arrancándome de un sueño blando y fragmentado. No era el despertador. Ni el móvil. Era la realidad golpeando la puerta antes de tiempo.
Me incorporé a trompicones, aún atrapada entre el calor de las sábanas y el desconcierto. Miré el reloj: 7:12. Maldición. ¿Quién llama a esta hora?
Con el albornoz mal anudado y el pelo en pie de guerra, crucé el pasillo tambaleándome y abrí la puerta sin demasiadas expectativas.
Un repartidor me sonrió con amabilidad. Sostenía una cesta escandalosamente grande, decorada con globos metálicos, flores frescas y la sospechosa estética de una comedia romántica. Dentro asomaban frutas, bollería, bombones y un par de vasos de plástico ridículamente adorables con estampado de corazones.
—¿María Álvarez? —preguntó, consultando su móvil.
—Eh… sí —dije, aún medio dormida.
—Entrega especial para usted —añadió, ofreciéndome la cesta con gesto ceremonioso.
—¿Para mí? —murmuré, sin creérmelo del todo.
—Usted es María Álvarez. Entonces es para usted. Que tenga buen día —dijo, como si la lógica no admitiera discusión. Guardó el móvil en el bolsillo y se giró.
Mi corazón dio un pequeño salto. Aun así, tomé la cesta con torpeza, como si fuera una bomba de confeti.
—Tiene una tarjeta —añadió el repartidor sobre el hombro, antes de dirigirse al ascensor.
—Gracias… —alcancé a decir, cerrando la puerta con cuidado.
Al girarme, me encontré con Silvia saliendo de su habitación con cara de pocos amigos y ojos entrecerrados… hasta que vio la cesta. Su expresión cambió en un segundo.
—¡Madre mía! ¿Quién te manda esta maravilla?
—No lo sé. El repartidor dijo que había una tarjeta —respondí, llevándola a la cocina como si transportara un tesoro robado.
Silvia se lanzó a desenvolverla con más entusiasmo del que yo era capaz de reunir. Yo observaba en silencio, intentando ordenar pensamientos. Por fin encontramos un pequeño sobre blanco entre las flores. Lo abrí con dedos temblorosos.
La tarjeta, también decorada con corazoncitos absurdos, decía:
"Buenos días, princesa.
—William."
Me quedé muda. Completamente. Boquiabierta. Como si alguien hubiera pulsado "pausa" en mi cerebro.
Silvia, por suerte, no sufría de esa parálisis.
—¡Tu Oso se ha puesto romántico! —exclamó, ya con un croissant en la mano—. Esto no es un “gracias por lo de mi madre”, ni de broma. Esto es… esto roza el “te quiero”. ¿Te importa?
No respondí. No podía.
Mi cabeza ya se había lanzado de cabeza a la noche anterior. Al beso. A su silencio. A mi huida.
¿Y si…?
¿Y si él siente algo real?
¿Y si me estoy protegiendo de la única persona que sí ve más allá?
¿Y si, por una vez, no salgo corriendo?
—¿Me ayudas a arreglarme el pelo? —pregunté, sin saber muy bien de dónde me salía eso.
—Por supuesto —respondió Silvia, la boca llena de bollería francesa, pero los ojos chispeando como si fuera Navidad ya.
***
Entré en la comisaría con una energía extraña. No era precisamente felicidad, ni tampoco nerviosismo. Era… otra cosa. Algo tibio que me llenaba el pecho y me obligaba a sonreír sin razón. Quería verlo. Mucho.
No tendría que haber traído la tarjeta. Pero la tenía en el bolsillo, como si fuera un amuleto. Una confirmación de que no había soñado la cesta, ni los globos, ni la absurda ternura con la que Silvia me había peinado mientras cantaba canciones románticas.
Pasé junto al área de archivos, saludé con un gesto a la oficial de guardia y crucé el pasillo hacia la sala de homicidios. De repente, la oficial me llamó, recordándome que tenía que firmar el contrato.
—Está bien, luego paso y firmo —respondí, ya con la mano en el pomo de la puerta.
La abrí.
Carlos y Santi se sobresaltaron como dos niños pillados copiando en un examen. William, en cambio, se giró con la misma expresión neutra que usaba cuando quería disimular que algo le removía por dentro. Le conocía lo suficiente como para notarlo.
—¿Interrumpo algo?
—Para nada —respondió él—. Justo estábamos hablando… de ti.
Vaya, qué sorpresa.
—¿Ah, sí? —pregunté, con la sonrisa ladeada que ya me salía sola.
William suspiró, como si estuviera agotado de la escena.
—Que tienes que resolver una disputa por una invitación a la cena de fin de año. Y que, por algún motivo, el asunto se volvió tan dramático que me obligaron a intervenir como árbitro.
¿Esto iba en serio?
Solté una risa suave. No pude evitarlo.
—¿Estáis bien de la cabeza? ¿Qué invitación?
Santi levantó la mano y me tendió dos entradas arrugadas. Pobre. La ilusión le chorreaba por los dedos.
—Solo queríamos que vinieras… con uno de nosotros —dijo Carlos, inesperadamente—. Con alguien que te merezca.
Respiré hondo. Miré primero a Santi. Luego a Carlos. Y finalmente… a William.
Él me sostuvo la mirada. No la apartó. Había algo crudo, honesto, vulnerable, en su silencio.
—Si tengo que elegir... —dije despacio.
Me giré hacia Santi, tomé las invitaciones, y las observé durante un instante. El silencio se volvió espeso, expectante, como en un concurso televisivo.
Entonces lo solté:
—Pues elijo a William.
Sonó como: "El ganador es…"
Santi se congeló. Carlos ni siquiera parpadeaba. Y William… parecía genuinamente sorprendido.
—¿Yo? —murmuró, como si no lo hubiera visto venir.
Le dediqué una sonrisa suave, casi divertida.
—Me mandaste una cesta esta mañana. Con flores, fruta, bombones. Y una tarjeta que decía “Buenos días, princesa”. ¿De verdad no esperabas respuesta?
Vi la confusión cruzar su cara como una nube. Lo pillé desprevenido. Tal vez no quería admitirlo delante de los otros. Tal vez ni siquiera había sido él. Pero me daba igual. Yo ya había saltado. Y no pensaba mirar hacia abajo.
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Editado: 07.08.2025