William
—¿Perdón? —dijo Mari, mirándome desconcertada, como si acabara de decirle que el cielo era verde.
—Te lo juro. No sabía de qué hablabas cuando lo mencionaste delante de ellos. Pensé… no sé, que lo habías inventado para burlarte de ellos.
Vi cómo sus mejillas empezaban a enrojecerse. Pero no era vergüenza. Era otra cosa. Era fuego. En sus ojos brillaba una furia contenida que no tenía nada que ver con orgullo herido. Era decepción. Era dolor. Era sentirse traicionada.
La tarjeta seguía entre sus dedos como un arma. Un trozo de papel convertido en puñal.
—¿Me quieres decir que no escribiste esto? —me lanzó la tarjeta.
La atrapé al vuelo. La miré. Era blanca, con un borde rosa y unos corazoncitos ridículos. La frase, escrita con rotulador fino, decía: Buenos días, princesa. Y al final, mi nombre. O al menos, una mala imitación de él.
No era mi letra. Ni mi estilo. Ni siquiera en mis delirios románticos más ridículos se me ocurriría algo así.
Asentí con la cabeza, encogiéndome un poco. Me sentí expuesto, como si de pronto estuviera frente a un tribunal y no tuviera cómo defenderme.
—Entonces, ¿quién me mandó aquella cesta? —exclamó, y su voz temblaba. Pero no de emoción. Era indignación pura, hirviente.
—Tal vez Steve —dije, intentando mantener la calma mientras el corazón me latía como una alarma desatada—. Anoche hablamos. Me preguntó si tú y yo… si había algo. Le dije que no. Que no estaba seguro.
Sus ojos se abrieron con incredulidad.
—¿Y tú creíste que era buena idea decirle eso? —espetó—. ¿Después de lo de anoche? ¿Después de que te besé?
—Me besaste y luego huiste —repliqué, sintiendo que mi voz bajaba una octava por el peso de la frustración—. No sabía qué pensar.
—Y yo, como una idiota, pensé que te importaba.
Se giró. Dio un paso.
Ese paso.
Y lo supe.
Si cruzaba esa puerta, ya no habría vuelta atrás.
No era solo que saliera de la conversación. Se estaba yendo de mí.
Y no podía permitirlo.
La tomé de la mano. No pedí permiso. Ni tiempo. Ni explicaciones.
La conduje con firmeza —pero sin brusquedad— hacia la primera puerta cercana. Una sala de interrogatorios vacía. Empujé con el hombro, la metí dentro y cerré tras nosotros.
—¿Estás loco? —protestó, tratando de soltarse. Pero no se fue.
—Sí. Tal vez sí.
Y entonces lo hice. Lo que llevaba semanas queriendo hacer, pero temiendo las consecuencias.
La acorralé suavemente contra la pared.
La besé.
Sin palabras. Sin lógica. Solo impulso.
Con rabia. Con miedo. Con deseo.
Con la desesperación de quien por fin se atreve a perder el control.
Ella se tensó un instante. Medio segundo. Y luego… me devolvió el beso con la misma urgencia. Con la misma carga. Como si también hubiera estado reteniendo el aire desde el primer día.
Sus manos encontraron mi camisa, me aferró con fuerza, como si quisiera fundirse conmigo, borrarnos mutuamente de la superficie del mundo.
Era un beso que no tenía nada de suave. Era una explosión.
Cuando nos separamos, los dos respirábamos como si acabáramos de sobrevivir a una tormenta.
—¿Eso era parte del discurso? —preguntó ella, con voz ronca y la mirada nublada por la emoción.
—No —respondí, dejando que mi frente se apoyara en la suya, buscando su contacto para no derrumbarme—. Eso era porque… si no lo hacía ahora, nunca me lo perdonaría.
Respiré hondo. Como quien va a saltar desde una cornisa sin red.
—No te mandé la cesta. Pero me importas. Más de lo que debería. Más de lo que imaginaba que alguien podía importarme.
Hice una pausa. Necesitaba decirlo bien.
—Y sí. Anoche… te asusté. El beso. Tú. Yo. Fue demasiado real. Y no supe qué hacer con eso. No supe qué hacer conmigo. Ni contigo. Ni con lo que siento por ti.
Ella me miraba sin pestañear. Fija. Como si cada palabra que salía de mí fuera un pedazo de verdad que intentaba sostener.
—Así que no hice nada —seguí, sintiendo el peso de cada sílaba—. No mandé flores. Ni escribí cartas. Me escondí como un imbécil, como un cobarde. Porque no entendí tu huida.
Ella no decía nada. Pero lo sentía. Su respiración. Su mirada. Su silencio cargado.
—Y esta mañana, entras en la oficina y me sueltas eso delante de ellos… delante de esos dos idiotas compitiendo por tu atención. Y tú me eliges. Así. Como si fuera lo más natural del mundo.
Tragué saliva.
—Y claro que pensé que era una broma. Porque no puede ser real que tú elijas… a alguien como yo.
El silencio que vino después fue brutal. No incómodo. No tenso. Solo… absoluto. Como un paréntesis suspendido.
—¿Has terminado? —preguntó por fin, su voz baja, contenida.
—No —admití—. Porque todavía no me respondiste a esto: ¿Tú me elegiste? ¿De verdad?
Ella me sostuvo la mirada. Firme. Feroz. Verdadera.
—Sí. Te elegí —dijo—. Porque pensé que tú también lo habías hecho. Porque creí que lo que pasó anoche significaba algo.
Su voz tembló, pero no se quebró.
Y yo sentí que todo mi mundo se reconstruía en ese instante.
—Significa —corregí, con un susurro—. Todo.
Ella se quedó inmóvil un segundo más. Y luego, respiró hondo. Como si también se preparara para saltar.
Entonces lo hizo.
Se inclinó hacia mí.
Sin palabras.
Y me besó.
Fue un beso distinto. Lento. Cauteloso. Como si ambos quisiéramos saborear cada segundo. Como si quisiéramos confirmar que esta vez era de verdad.
Sus labios rozaron los míos con una suavidad que me quebró por dentro.
Mis manos buscaron su rostro con ternura. Sus mejillas estaban tibias. Ella suspiró contra mi boca. Ese suspiro fue como un “sí” sin decirlo.
No había más oficina. Ni ruido. Ni casos pendientes.
Solo nosotros dos. Por fin.
Hasta que alguien tosió.
Nos separamos de golpe. No con brusquedad, sino con una especie de torpeza nerviosa. Como si nos acabaran de descubrir robando un momento que no nos correspondía.
#256 en Detective
#31 en Novela policíaca
#3135 en Novela romántica
amor y odio maltentendidos, un crimen lleno de misterio..., final feliz humor amor
Editado: 07.08.2025