William
Habían pasado dos meses desde aquel momento que lo cambió todo.
Desde ese beso que pareció detener el tiempo. Desde ese “sí, te elegí” que aún me resonaba como un milagro, cada vez que la miraba.
Y aunque sonaba cursi —incluso para mí—, desde este momento nos convertimos en unos seres felices. Increíblemente felices.
Nuestro amor no fue inmediato, ni perfecto, ni libre de dudas. Pero había algo poderoso en despertar cada día sabiendo que ella estaba ahí, en mi vida, que su presencia era constante y, aún más importante, elegida.
Cada mañana nos conocíamos un poco más. Cada tarde traía una rutina compartida, y cada noche —incluso sin palabras— confirmaba que habíamos tenido suerte. Que habíamos encontrado, de entre tantas vidas cruzadas, a la persona correcta.
Yo, el escéptico.
El que solía decir que el amor era una distracción, que las relaciones eran archivos mal cerrados, llenos de errores de sistema, por eso no podrían estar perfectos.
Ahora me convertí en un tipo que esperaba su mensaje de voz por las mañanas. Que los guarda durante el día y escuchaba su voz cuando no estaba cerca. Que sonreía solo porque ella existiese.
Claro que no era como Steve.
Él solo me ayudó una vez, con su estilo estrafalario, cuando las cosas con Mari estaban en ese punto imposible entre lo que parece y lo que es. Fue él quien envió aquella famosa cesta con frutas y la ridícula tarjeta de “Buenos días, princesa”. Lo hizo con buena intención, según dijo después.
Y aunque en el momento me pareció una interferencia innecesaria, luego reconocí que, en parte, ayudó a que todo saliera a la luz.
Desde entonces, eso sí, no volvió a intervenir. Mamá tampoco. Tal vez entendieron que lo nuestro no necesitaba empujones. Solo espacio y tiempo.
Así que no, no le mandaba flores todos los días. Pero sí me esforzaba. En cosas pequeñas. En detalles que no salen en los libros, pero que terminan marcando la diferencia. Una tableta de chocolate en su escritorio. Un viaje corto a la capital, sorpresa, en nuestro primer finde libre. Un mensaje oculto entre papeles de un informe. Una mirada rápida en medio del caos de la oficina, solo para recordarle que estoy ahí.
Ella también tenía sus formas. Discretas, suaves, pero certeras.
A veces dejaba un espresso doble, comprado en una cafetería, en mi escritorio sin decir palabra, justo cuando más lo necesitaba. O me lanzaba una mirada afilada —de esas que dicen más que mil frases— cuando empezaba a perderme entre datos y teorías absurdas. No necesitaba escribirlo en un papelito para hacerme ver que me estaba pasando; bastaba su silencio oportuno, su presencia precisa.
Y cuando creía que no la veo, me observa con esa mezcla de ternura y exasperación que solo ella podría bajarme los humos, porque luego me quitaba nerviosismo con sus besos.
Sí, estábamos felices. A nuestra manera, porque nuestra relación siguió siendo un secreto ante los superiores. Lo acordamos así desde el principio.
Sabíamos que una vez que se hiciera oficial, todo cambiaría. Las miradas, las evaluaciones, incluso las asignaciones de casos. Y aún no queríamos que nada se interpusiera entre lo que estábamos construyendo.
El resto del equipo, por supuesto, ya lo sabía. Bruno lanzaba sus indirectas con la sutileza de una granada. Pero nadie decía nada. Guardaban el secreto con una lealtad que, en este trabajo, no siempre abunda.
Así que pasaron dos maravillosos meses, pero el destino nos puso a prueba.
Una noche de viernes, después de una semana particularmente intensa en homicidios, decidí invitar a Mari a cenar.
Nada ostentoso ni rebuscado, solo un buen restaurante con luces tenues, música suave y copas que se llenaban sin prisa. Ella aceptó con una sonrisa cansada y luminosa, la clase de sonrisa que me hacía olvidar el ruido del mundo.
Pedimos vino tinto, algo italiano para cenar, y por un par de horas nos permitimos olvidarnos del universo que compartíamos en la comisaría. Nada de cadáveres, sospechosos ni informes forenses. Solo nosotros.
Me gustaba escucharla cuando hablaba sin ese tono profesional que usaba en la oficina: era directa, divertida, y había en ella una espontaneidad que pocas veces podía mostrar en el trabajo.
A veces me quedaba mirándola en silencio, con esa mezcla absurda de asombro y gratitud de quien aún no termina de creerse su suerte. Porque sí, de algún modo, ella también me había elegido a mí.
Pedimos postre. Creo que era tiramisú, aunque apenas lo probé. La velada tenía ese brillo especial de las cosas simples que se vuelven extraordinarias por la compañía.
Pero entonces, justo cuando pensaba que nada podía enturbiar esa noche, vi cómo el gesto de Mari cambiaba. Sus ojos se endurecieron un segundo, y su sonrisa —tan natural hasta ese momento— titubeó. Giró levemente la cabeza y bajó la mirada, como si quisiera pasar desapercibida.
Seguí la dirección de su mirada, curioso. Un hombre de traje gris caminaba entre las mesas. Cabello grisáceo, espalda recta, rostro severo. No me sonaba. Jamás lo había visto en la Central, o al menos no lo recordaba.
Pero el aire enrarecido me lo dijo antes de que Mari murmurara, apenas audible:
—Mi antiguo jefe.
No necesitó decir más. Su incomodidad hablaba por sí sola. No le temblaban las manos, no se puso a la defensiva, pero algo en su expresión era distinto. Más reservado. Más tenso.
—¿Te molestaría si salimos y tomamos el café en otro sitio? —me preguntó, sin rodeos, sin victimismo, pero con esa franqueza que ya reconocía como su escudo.
Asentí. No era el momento de indagar. Pero tampoco era idiota.
En el auto, camino a su departamento, ella fue la que rompió el silencio.
—Pocas personas saben por qué pedí el traslado y acabé en homicidios —dijo, sin mirarme, observando las luces de la ciudad pasar por la ventana—. Muchos pensaron que era por castigo.
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Editado: 07.08.2025