Golpe de suerte

Capítulo 44. La mujer con el bebé

William

Eran las nueve y cuarto de la mañana cuando bajé del auto.
No tenía guardia ese día, pero había olvidado mi credencial en el escritorio y la necesitaría el lunes temprano. No me apetecía volver el fin de semana solo por eso, pero en el fondo era una excusa como cualquier otra para matar un rato hasta mi próxima cita con Mari.
El edificio de la comisaría dormía un sábado tranquilo, sin el ajetreo constante de la semana. Lo que no era raro. Lo que sí fue raro… fue verla a ella.

Parada junto a la entrada, apoyada contra la pared, vestía un abrigo largo de lana y acunaba un bebé en brazos.
La primera impresión fue confusa, borrosa. Una joven madre cualquiera, esperando a alguien. Tal vez una víctima en busca de ayuda. O simplemente alguien que se había perdido.
Hasta que habló.

—¿Inspector William?

Me giré, confundido. Su voz era un eco lejano, una campana sonando en otra vida.
—Sí —respondí, aún tratando de recordar de dónde conocía esos ojos de cierva herida—. ¿En qué puedo ayudarla?

—Soy Jenni —dijo, con una mezcla de firmeza y fragilidad—. La esposa de Nikita Stoski.
Y entonces la reconocí.
El recuerdo emergió como una fotografía antigua sumergida en agua: un rostro visto a la distancia, en una de esas pocas veces en que Stoski hablaba de su vida más allá de los negocios.
—Arrestaron a Nikita hace tres días —continuó, sin detenerse—. Por el asesinato de su socio, Ángel Valverde. Necesito su ayuda. Él me pidió que viniera. Dijo que usted… que solo usted podría ayudarlo.

Me quedé inmóvil unos segundos. ¿Ayudar a Nikita? En el informe que habíamos enviado a Central, él había sido descartado como sospechoso: su vehículo había sido reportado como robado un día antes del crimen y tenía una coartada sólida.
Nada indicaba que siguiera en la lista de posibles culpables.
—Muy bien —dije, manteniendo la neutralidad en la voz—. Pase conmigo. Cuénteme todo adentro.

Le abrí la puerta y ella entró con paso contenido. El bebé apenas se movía, profundamente dormido contra su pecho.
En el departamento de homicidios, Carlos tomaba café como si el mundo no estuviera a punto de incendiarse. Al vernos, casi se atraganta.

—¿Qué pasa? —preguntó, con la taza detenida a mitad de camino.
—Arrestaron a Nikita Stoski —le dije, directo—. Lo acusan de matar a Valverde.
Carlos frunció el ceño.
—¿Y eso?
—Eso es justo lo que Jenni nos va a explicar —dije, señalándole una silla.

Ella se sentó con delicadeza, acunando al bebé con una mano y acomodándose el abrigo con la otra. Tomó aire.
—Al principio, todo parecía estar bien —comenzó, con voz baja pero firme—. Después de lo de Ángel, Nikita se hizo cargo del salón. No era lo suyo, lo odiaba, pero no quiso cerrarlo. Decía que no podía dejar que los empleados quedaran a la deriva.
Hizo una pausa, bajó la mirada hacia su hijo.
—Hace una semana nació nuestro bebé. Nikita estuvo conmigo los primeros días, en la clínica. Después dijo que necesitaba salir un rato… y no volvió. No supe nada más. Fue su madre quien vino a buscarme. Ella me dijo que lo habían detenido.
Sus ojos se llenaron de lágrimas. El bebé se movió inquieto, como si sintiera su angustia. Le tendí un paquete de pañuelos que ella aceptó con un gesto contenido.

—Me volví loca —continuó, tras secarse la cara—. Nadie me decía nada. Mis padres empezaron a buscar, llamamos a todo el mundo. Al final lo encontramos. Estaba en una celda de detención preventiva. Sin teléfono, sin contacto, incomunicado. Fue mi padre quien logró contactar a un abogado y conseguimos una visita.
Respiró hondo, como si el recuerdo la aplastara.
—Ahí fue donde Nikita me explicó todo. Lo poco que pudo. Me pidió que lo buscara a usted. Dijo que era el único policía en quien confiaba. El único que… no lo juzgó.

Me crucé de brazos. Esa confianza de Stoski era peligrosa. Si él me había nombrado, alguien allá arriba ya estaría vigilando mis movimientos.
—¿Qué más le dijo? —pregunté, bajando la voz.
—Que lo están incriminando —susurró Jenni—. Que alguien está usando la muerte de Ángel para hundirlo. Y que si no recibe ayuda… no va a salir vivo de ahí.

La frase quedó flotando en el aire. Densa. Venenosa.
Carlos y yo cruzamos una mirada silenciosa. El pasado, aparentemente, no estaba enterrado. Solo había estado esperando su momento para golpear de nuevo.

—¿Dónde está la copia del informe de este caso? —le pregunté a Carlos.
—En la caja fuerte —respondió él, ya sacando las llaves del bolsillo. Caminó hasta el armario de hierro, giró la cerradura y sacó una carpeta de cartón desgastado—. Aquí tienes.
La abrí y comencé a revisar. Pasé hoja tras hoja, buscando algo que justificara la detención de Nikita. Pero no había nada nuevo. Ningún giro. Nuestra investigación había girado en torno a las maletas. Todo apuntaba a Bert. O mejor dicho, a Abel Ron. El cadáver de Valverde fue hallado dentro de su equipaje.

Nikita había sido descartado con una coartada razonable. Su coche había sido robado un día antes. Y, hasta donde sabíamos, estaba con su esposa.
Aunque recordé entonces una huella…
Una huella dactilar suya en la consola, cerca de la puerta del apartamento de Ángel.
¿Era eso lo que usaban ahora como prueba? ¿Una marca aislada en un lugar que Nikita frecuentaba? Ridículo.
—¿Puedo contactar con el abogado de su esposo? —le pregunté a Jenni.
—Sí. Aquí tiene —respondió, sacando una tarjeta de su bolso y entregándomela con sumo cuidado.

“Leonardo Marchand”, leí. Un nombre que no conocía bien, solo sabía que tenía un despacho de abogados en el centro de la ciudad. Era caro y se suponía, que bueno. Un tipo que solía ganar.
—Jenni —dije, guardando la tarjeta—, ¿sus padres fueron interrogados? ¿La policía les pidió confirmar la coartada?
—No —respondió, sacudiendo la cabeza—. Solo me interrogaron a mí. Les dije que estábamos todos en casa de mis padres… pero no los llamaron. Ni una vez.




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