Golpe de suerte

Capítulo 46. Líneas que se cruzan.

William

La puerta sonó justo cuando estaba volviendo a leer el expediente por tercera vez, sin ver ya las palabras. Pensaba en Mari. En si debía contarle. En lo que podría pasar si no lo hacía.

—¡Voy! —grité desde la cocina.

Era Steve. Venía con esa sonrisa de niño travieso que tan bien conocía, y una caja decorada con moños horteras.

—¿Tu madre está? —preguntó, alzando el regalo—. Le conseguí un viaje a un balneario. Nada de lujo, pero dicen que mejoran las cervicales.

—No está, fue con una vecina al cine, pero le encantará. Se lo daré yo —dije, tomando el paquete.

Me observó un instante, frunciendo el ceño.

—¿Tú estás bien?

—Claro. Solo… —dudé. Me pasé la mano por la cara—. Estoy a punto de hacer una estupidez y no sé cómo decírselo a Mari.

Steve se dejó caer en el sofá, sin invitación. Como siempre.

—¿Y qué clase de estupidez estamos hablando? ¿Amorosa, profesional o penal?

—Una mezcla peligrosa entre deber y miedo —respondí, dejándome caer junto a él—. ¿Te acuerdas del caso Valverde?

—¿Del peluquero? Claro.

—Detuvieron a Nikita Stoski, su socio. No tiene nada que ver con el asesinato, pero quieren que él pague.

—¿Pero el verdadero asesino es Abel Ron?

Asentí.

—Lo acusan del crimen. Huellas, su coche quemado, testigos... todo muy convenientemente armado. Su mujer vino a buscarme, desesperada. Sé que es inocente. Pero Ron tiene todo blindado. Si me meto, puede costarme el trabajo. O algo peor.

Steve se quedó pensativo un momento, luego preguntó:

—¿Quién lo defiende?

—En teoría, Leonardo Marchand. Pero el muy cabrón desapareció del país. Dejó todo en manos de un estudiante en prácticas que no sabe ni redactar una moción.

Algo cambió en el rostro de Steve. Se sentó más recto.

—¿Marchand? ¿Leonardo Marchand?

—Sí. ¿Lo conoces?

—Por supuesto. Mi mejor amigo es su hijo. León Marchand. También es jurista, pero no penalista.

Lo miré, sin decir nada al principio. Luego, el peso de la coincidencia cayó sobre los dos al mismo tiempo.

—¿Estás seguro?

—Absolutamente. Era un genio para la teoría del derecho, pero tenía cero interés por litigar. Por eso trabaja en una multinacional, haciendo derecho mercantil y defendiendo las ganancias de los ricos.

—¿Crees que podrías hablar con él? Nada comprometedor. Solo saber por qué Leonardo desapareció justo ahora. Si vio algo que lo hizo salir corriendo... necesito saber qué fue.

Steve se pasó la mano por el pelo, dudando.

—¿Quieres que lo llame ahora o prefieres hablar con él en persona?

—No. Prefiero que hables tú, como amigo —dije.

—Voy a intentarlo —respondió Steve. Sacó el teléfono, marcó y esperó varias señales.

León Marchand no le contestó.

—Puede que esté ocupado —dijo, guardando el móvil—. Lo volveré a llamar más tarde.

—Si consigues esta información, te invitaré a unas cervezas.

—Mejor prométeme que no te vas a meterte en líos. Ron no es cualquier persona. Es un loco de cuidado —sonrió, y se marchó.

***

Al día siguiente madrugué para encontrarme con Mari en la estación y desayunar juntos.

Puedo admitirlo sin vergüenza: me encantaba observarla. La forma en que mordía el croissant, cómo sorbía el café, ese gesto tan suyo de inclinar la cabeza cuando me miraba... incluso cuando, como siempre, acababa dejándome media pieza en el plato.

Pero hoy no sería un desayuno cualquiera. Hoy tenía que confesarle la temeraria jugada que estaba preparando. Y sabía perfectamente que no le iba a gustar.

El andén estaba casi vacío a esa hora. Un viento cortante se colaba entre los pilares de hormigón, levantando el borde de mi bufanda mientras escudriñaba los vagones que llegaban. Entonces la vi.

Mari descendió con esa elegancia despreocupada que solo ella podía tener, maletín de trabajo en una mano, auriculares enredados en la otra. Al verme, sus ojos se encendieron con esa chispa que solo aparecía por la mañana, antes de que el peso de los casos le nublara la mirada.

—¿Llevas mucho aquí? —preguntó, tocándome la oreja con un dedo—. Estás helado.

Su gesto fue tan espontáneo, tan Mari, que por un segundo me asaltó la duda. ¿De verdad necesitaba arrastrarla otra vez a este lodazal?

—¿Qué tal tu madre? ¿Le contaste lo nuestro? —pregunté, tomando su bolso.

—Sí. Le prometí que la próxima semana iremos los dos —respondió con una sonrisa—. Quiere conocerte. Aunque te advierto: no le gustan los policías.

No dije nada. Solo abrí la puerta de la cafetería y la dejé pasar.

Dentro, el calor era acogedor. Ella eligió la mesa de siempre y, sin pensarlo, pidió croissant de frambuesa, como siempre. Mientras lo untaba con mermelada, yo giraba mi taza entre las manos, buscando el momento.

—¿Sabes que hoy se cumplen dos meses exactos desde que nos quitaron el caso Valverde? —dije al fin.

Mari alzó una ceja, detectando al instante el tono tenso que intentaba disimular.

—¿Morales, estás marcando aniversarios de los casos? Me gusta más cuando celebramos lo nuestro —dijo, con media sonrisa.

Respiré hondo. No había vuelta atrás.

—Necesito que me entiendas. Estoy a punto de hacer algo muy estúpido.

El cuchillo que tenía en la mano raspó el plato con un chirrido seco.

Mari se quedó en silencio unos segundos, mirando su croissant como si hubiera olvidado qué hacía con él. Luego levantó la vista y me sostuvo la mirada.

—¿Estúpido en qué sentido? —preguntó, con esa calma peligrosa que solo usaba cuando algo de verdad le preocupaba.

Tragué saliva.

—Nikita Stoski fue arrestado. Oficialmente por el asesinato de Valverde. Pero todo huele a montaje. Mal hecho, además. Lo están enterrando sin pruebas reales, y Central lo permite.

Mari entrecerró los ojos.

—¿Y tú quieres desenterrar el caso? ¿Otra vez? ¿Sin autoridad, sin respaldo oficial? ¿Sabes lo que eso implica?




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