Mari
Cuando William me lo dijo —«No voy a involucrarte»—, no supe si abrazarlo o gritarle. En realidad, lo supe perfectamente: quería hacer las dos cosas al mismo tiempo.
No era la primera vez que este caso me hacía temblar por dentro. Pero esta vez... esta vez dolía distinto. Había una punzada más honda, más oscura. Más peligrosa. Quizá porque volvió a mi mente un nombre que durante meses no pude quitarme de encima: Joaquín Martín Abascal.
Un hombre meticuloso, veterano, moldeado a golpes en comisarías grises y pasillos sin ventanas. El primer inspector que se atrevió a tirar del hilo en el caso de aquella chica torturada hasta la muerte.
Y entonces, una noche, su coche se estrelló contra un pilar de la M-40. El informe oficial hablaba de exceso de velocidad. Ningún testigo. Ninguna cámara. Ninguna grabación.
Yo no creo en casualidades tan limpias.
Y aun así… lo entendía. Lo entendía perfectamente. Porque en este tiempo había llegado a conocer a William mejor que a nadie. Y sabía que su conciencia no le permitiría mirar hacia otro lado, no si existía la mínima posibilidad de salvar a un inocente y desenmascarar al verdadero culpable.
No podría vivir consigo mismo si no lo intentaba.
Sí. Tenía miedo. Miedo por él, por mí, por todo el equipo. Si los altos mandos llegaban a descubrir que estábamos entregando información interna a un abogado defensor —saltándonos canales oficiales, protocolos y cualquier rastro de cautela—, las consecuencias no serían solo un tirón de orejas. Sería una ejecución profesional. Y probablemente, algo más.
Pero en sus ojos ardía esa determinación que lo volvía casi magnético. Esa fuerza que hacía que los criminales bajaran la cabeza sin disparar un solo tiro. Que hacía que sus compañeros lo siguieran, incluso cuando no sabían a dónde iba.
Era como el calor que irradia el acero justo antes de volverse arma.
Y en ese instante lo supe con claridad: si incluso Bruno —el más cauteloso— y Carlos —el eterno cínico— estaban dispuestos a apoyar su plan insensato, ¿cómo iba a quedarme yo al margen? ¿Yo, que conocía el sabor de sus besos y el peso exacto de su confianza?
Pero no bastaba con simple apoyo.
Tenía que integrarme en su estrategia, convertirme en su sombra y su escudo al mismo tiempo —para sostenerlo cuando tropezara y contenerlo cuando su ira contra Abel Ron cruzara todos los límites—.
El riesgo no podía eliminarse, pero sí podía guiarlo, contenerlo... hacer que no fuera en vano.
—Vale —dije, dejando el croissant a un lado—. Entonces, si ya decidiste meterte, tenemos que hacerlo bien. Nada de impulsos. Lo primero es proteger a Nikita. Lo único que importa ahora es armar una defensa que lo saque de esa celda antes de que sea demasiado tarde.
William me miró en silencio, con esa mezcla de tensión y alivio que a veces se da en los que están acostumbrados a pelear solos. Le apreté la mano.
—Ese abogado necesita pruebas. Aunque no tenga experiencia, si le damos las herramientas adecuadas, podrá poner en duda la acusación. Así que vamos por partes —continué, mentalizándome.
—Dime —murmuró él.
—Primero: el vídeo. La cámara de su garaje registró la salida del coche antes del asesinato, ¿no?
—Sí, 7:12 de la tarde.
—Entonces necesitamos esa grabación. Incluso si no se distingue bien quién conduce, eso ya plantea dudas. Nadie lo ha comprobado seriamente hasta ahora. Si conseguimos a alguien que limpie la imagen o al menos confirme el horario, servirá para socavar la línea temporal de la fiscalía.
Él asintió, más centrado ahora.
—Segundo: su versión sobre lo que pasó el día anterior. Dijo que fue a casa de Valverde, pero que no le abrió, ¿cierto?
—No exactamente. Le abrió Abel Ron. Valverde salió del dormitorio… pero Nikita dice que le pareció drogado o fuera de sí. Por eso no habló con él. Se marchó enseguida.
—Entonces necesitamos a algún vecino que pueda confirmar que lo vio salir sin escándalos, sin gritos, sin amenazas. Que refuerce que aquello no fue una confrontación.
William soltó el aire en un suspiro.
—Carlos y Santi pueden encargarse. Saben moverse sin levantar sospechas.
—Perfecto —asentí—. Tercero: la coartada. Según Jenni, Nikita estaba con sus padres la noche del asesinato. Si ellos confirman la hora exacta en que llegó, cuánto tiempo estuvo, si lo vieron tranquilo… tenemos algo sólido.
William frunció el ceño.
—Eso está cubierto. Ya pedí al abogado que los cite como testigos.
—Bien. Y si enfocamos el testimonio de Yago correctamente —ese enamoramiento por Ángel, sus celos hacia Nikita—, también podemos debilitar su acusación. Tú y yo sabemos que ese chico no está diciendo toda la verdad. Yo puedo hablar con él. A veces ayuda que sea una mujer la que toque la puerta del salón —sonreí levemente, haciendo un gesto con la cabeza—. Aunque para eso, creo que me vendría bien un buen arreglo.
—Mari…
—No me digas que no quieres que me involucre. Ya lo hiciste en el momento en que me lo contaste. Y no te culpo. No me arrepiento. Pero entiéndelo: esto no va de ayudarte a ti. Va de impedir que un inocente pague por el crimen de un asesino al que todos conocen y que, sin embargo, todos protegen. Por miedo. O por dinero.
Guardamos silencio.
Yo lo miraba. Él bajó la vista hacia mi mano, que aún sostenía la suya.
—Así que este es el plan —murmuró William al fin.
—Sí. Nada de impulsos. Nada de jugadas sueltas. Información precisa, en el momento justo. Y sin dejar rastro. Todo debe parecer como si el abogado lo hubiera descubierto por su cuenta. Lo ayudamos desde las sombras. Sin cruzar la línea.
—Entendido —dijo en voz baja—. Pero me gustaría hablar con el equipo que investigó el caso de la chica. Tal vez me cuenten algo… útil.
—Si se atreven —respondí, y una sombra cruzó mi rostro. No pude evitar que el recuerdo de Abascal volviera—. La muerte de su jefe sigue ahí, flotando como un aviso. Así que no te precipites. Primero sacaremos a Nikita de la cárcel.
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Editado: 07.08.2025