William
El abogado era joven. Más de lo que había imaginado. Llevaba una chaqueta que le quedaba grande en los hombros y una carpeta de cuero gastado que parecía haber vivido más que él.
—Gracias por venir —dijo en cuanto nos dimos la mano—. No pensé que realmente lo haría.
—Estoy aquí por el caso, no por cortesía —respondí, sentándome frente a su escritorio. Un espacio pequeño, compartido, cubierto de notas adhesivas y expedientes al borde del colapso.
Asintió, tragando saliva, y sacó unos papeles.
—Estuve revisando de nuevo el sumario. El informe no incluye ningún vídeo de la salida de coche del garaje de Staski. Nada. Ni una sola mención.
—¿Ni siquiera lo solicitaron?
—Parece que no. O si lo hicieron, no lo incorporaron al expediente.
Me recliné en la silla. Lo esperábamos, sí, pero oírlo confirmado en voz alta, con esa honestidad torpe de novato, me tensó la mandíbula.
—Debes solicitarlo de las cámaras de vigilancia, y si no consigues te lo proporciono. —dije. —¿Y los padres de Jenni?
—Fueron citados ayer. Ya hablé con ellos. Aseguraron que Nikita llegó a su casa poco después de las siete de la tarde y que se quedó a dormir. Pero no pudieron garantizar que no saliera durante la noche. El juez lo consideró irrelevante.
—¿Cómo? —exclamé, indignado—. Su casa está lejos del lugar donde apareció el cuerpo. Además, Nikita no tenía coche. Llegó en taxi.
—No lo sabía —murmuró el joven, bajando la mirada.
—Bien —asentí, conteniéndome—. Añade ese dato al expediente. Y quiero que cites también a una vecina del edificio de Valverde. Se llama Fina Moles. Vive en el mismo bloque. Lo vio salir del ascensor la tarde anterior al crimen. Hablaron brevemente. Nikita le dijo que Valverde no estaba bien, y que prefería marcharse.
El abogado parpadeó, tratando de procesarlo.
—¿Cree que aceptarán su declaración?
—No lo sé. Ese es tu trabajo —respondí. Pero al ver su expresión algo perdida, añadí con más calma—: No creo que haya problema, siempre que se enfoque bien. Que el tribunal vea que Nikita no es una persona alterada ni agresiva.
—Eso podría ayudar mucho. Especialmente para contrarrestar el testimonio de Yago.
Lo observé con más atención. Tenía nervios, sí, pero también esa chispa en la mirada de quien empieza a entender que está metido en algo mucho más grande de lo que le dijeron en la facultad.
—Sobre Yago —dije—. Cuando lo interrogues, no lo enfrentes. Solo háblale de su relación con Valverde. Haz que hable. Que se contradiga. Que se muestre.
—Vale. Pero el juez no me permitirá presionarlo sin pruebas.
—No necesitas presionarlo. Solo sembrar dudas. Lo demás lo hará el juicio.
Asintió, tomando nota en un cuaderno de tapas negras. A mano. Me gustó ese detalle. Lo hacía parecer menos mecánico. Más humano.
—¿Algo más que deba saber?
—Sí. El cuerpo de Valverde fue hallado en una maleta que, presuntamente, compró su amigo Abel Ron. No lo verificamos, pero según la descripción del vendedor, Abel coincide... Nikita, en cambio, no encaja en absoluto.
—¿Cómo saben que era esa maleta en concreto? —preguntó el abogado, frunciendo el ceño.
—No eran maletas cualesquiera. Eran artículos exclusivos, numerados de fábrica. La boutique donde se adquirieron confirmó que las compraron Valverde y su amigo —que regresó dos semanas después por la segunda—, y nos proporcionaron los números de serie de ambas, —expliqué, golpeando ligeramente el expediente con un dedo.
—¿Y dónde está la otra maleta? —inquirió, repentinamente intrigado.
—Esa... es otra historia —esquivé la pregunta—. Lo relevante es que el cuerpo apareció en la maleta que no pertenecía a Valverde, sino a su acompañante. Ese era el eje de nuestra investigación, no el coche incendiado de Nikita.
El abogado se reclinó en su silla, cruzando los brazos:
—Extraño... No recuerdo haber visto nada sobre números de serie de maletas en el sumario.
—No importa. Tu objetivo es destacar que la maleta del crimen no era de Valverde. Eso obligará a la fiscalía a explicar cómo diablos Nikita tuvo acceso a ella.
—Entendido. —Asintió, pero su mirada seguía escudriñándome, como si sospechara que ocultaba algo más. —¿Algo más?
Me tomé un segundo. No le contaría nada de lo que hacíamos desde dentro. Aún no.
—Sí. Solo una cosa. Cuando uses esta información, no digas quien te la pasó. Haz que parezca tuya, una investigacion por tu cuenta. Vístela de intuición. ¿Me sigues?
—¿Proteger su fuente?
—Protegernos a todos. Incluyéndote.
Me miró, esta vez de verdad. Había respeto en sus ojos. Y algo más: miedo.
Perfecto. Lo necesitaba. Porque estábamos todos cruzando una línea de peligro. Y al otro lado no hay regreso.
Salí de aquel despacho con un nudo agrio en el pecho. El plan avanzaba, sí. Pero si un vídeo podía desaparecer así, ¿qué más podrían borrar? ¿Las pruebas de las maletas? ¿Los registros que unían a Valverde con Ron y la chica muerta?
Y al fondo, una voz constante susurraba: No subestimes al enemigo.
Apenas crucé la puerta del edificio, el móvil vibró en mi bolsillo. Era Steve.
—¿Dónde estás? —preguntó, sin rodeos.
—Saliendo del despacho del abogado. ¿Qué pasa?
—León Marchand está en la ciudad.
Me detuve en seco.
—¿Qué?
—Lo que oyes. Aterrizó anoche. Dice que quiere verte.
—¿A mí?
—Sí. Anteayer lo llamé. Le pedí que preguntara a su padre por qué dejó el caso en manos de un novato y se largó. Ayer me cayó por sorpresa y me pidió que le contara todo.
—¿Y qué le dijiste?
—Que mejor hablara contigo. Con mi amigo.
Una oleada de alarma me recorrió el cuerpo. León Marchand no se movía sin propósito. Si había decidido aparecer ahora, no era una casualidad.
—¿Dónde?
—No sé. ¿Dónde te parece mejor?
—En “Manolo”, dentro de media hora —respondí, tras mirar el reloj.
#257 en Detective
#30 en Novela policíaca
#3132 en Novela romántica
amor y odio maltentendidos, un crimen lleno de misterio..., final feliz humor amor
Editado: 07.08.2025