Golpe de suerte

Capítulo 49. La oscuridad de Abel Ron.

Mari.

El silencio en casa de William, cuando nos volvimos del trabajo, no era como otras veces. No resultaba incómodo, pero sí vacío. Un eco sutil se deslizaba por las esquinas, cargando el ambiente con una expectativa difícil de nombrar. Desde que estaba con él, me había acostumbrado a ese entorno suyo: austero, un poco caótico, pero lleno de amor. Sin embargo, aquella tarde había algo distinto. Algo más denso. Y no era por la ausencia de su madre. Era otra cosa… como si el aire mismo estuviera conteniendo la respiración, esperando que algo —algo inevitable— sucediera.

Su madre se había marchado por la mañana al balneario, animada por la insistencia de Steve y ese cupón regalo que él mismo le había conseguido. Se fue con una sonrisa tímida y una maleta pequeña, como si aún no acabara de creerse que tenía permiso para desconectar del mundo.

—No te metas en líos, Willy. Hazle caso a Mari —le dijo justo antes de marcharse, dándole una palmadita cariñosa en el brazo. Luego se volvió hacia mí con ese tono entre madre y cómplice—: Cuídalo, hija, que este tonto puede olvidarse hasta de comer.

—No te preocupes, Ana. Todo estará controlado —le respondí con una sonrisa. Aunque su advertencia, en el fondo, ya llegaba tarde. Lo de no meternos en líos… era agua pasada. Estábamos hasta el cuello. Los dos.

Sabía que, tras hablar con el abogado, William se había encontrado con el hijo de Marchand. Y aunque no dijo mucho al respecto, volvió a la comisaría con una expresión desconcertada, como si lo hubieran obligado a mirar lo obvio desde un ángulo distinto. Y ese cambio de perspectiva lo tenía profundamente incómodo.

Yo tampoco estaba mucho mejor. Mientras él se reunía con el abogado de Nikita, volví al salón de belleza. Esta vez no como la esposa ingenua de un comerciante chino, sino con una nueva estrategia: me presenté como una detective privada contratada por la madre de Ángel, convencida de que la expareja de su hijo no era culpable.

Y funcionó.

Descubrí más de lo que esperaba… aunque todavía no sabía qué hacer con esa información.

Lo primero: Nikita despreciaba abiertamente el trabajo de Yago como masajista. Lo humillaba, leyendo las quejas de las clientes delante de todo el personal. Y eso, evidentemente, lo hería.

Lo segundo: tras su ruptura con Nikita, Ángel tuvo un breve romance con Yago. Pero todos coincidían en que fue algo superficial. Un intento desesperado —y quizá cruel— por provocar celos.

Y lo tercero, lo más importante: fue Yago quien llevó a Ángel a la famosa fiesta exclusiva en la capital. Ángel aceptó la invitación, pero algo cambió después de ese viaje. Su relación con Yago se enfrió hasta el punto de querer despedirlo. Aunque, por alguna razón, no lo hizo.

No lo dudé. Llamé a William de inmediato y le conté todo esto, porque pensaba que Yago sabía más de lo que contaba.

Los dos teníamos algo que compartir y discutir. No eran las noticias buenas y quizá por eso, la sensación seguía siendo aún más extraña. No por la ausencia de Ana en sí, sino por lo que había traído la tarde consigo. William llegó con un documento inquietante y una noticia aún más perturbadora.

El sobre que León Marchand le entregó contenía copias del juicio en el que, años atrás, Abel Ron se enfrentó a la justicia. William lo dejó sobre la mesa del comedor, junto a una taza de café que se le enfrió sin que la tocara, y lo contempló en silencio, como si ardiera desde dentro. No dijo una palabra. Solo lo hojeaba, con el ceño fruncido y la mandíbula apretada.

Yo sabía que no era un simple expediente. Había algo en su forma de sostenerlo, como si tuviera entre las manos no un montón de papeles, sino la clave de todo. O una bomba a punto de estallar.

Pero eso no era todo.

—Tengo algo más —dijo al fin, sin apartar la mirada del documento—. Olivia habló hoy con Bonifacio Bona. El forense del caso de la otra chica. La de la segunda maleta.

—¿Y?

—Consiguió que soltara algo. No habló del todo, pero Olivia sabe cómo entrar. Al final, dijo algo que nadie esperaba.

Me senté frente a él. Sentí la piel erizarse incluso antes de escuchar qué era.

—¿Qué dijo?

—Que la causa de muerte no fueron las lesiones. Y probablemente la asfixia tampoco era una causa, porque la chica ya estaba agonizando por una sobredosis. Le suministraron un fármaco que solo se usa en cuidados paliativos. Hospicios. Clínicas de enfermos terminales. Se llama Midoprax.

—¿Estás seguro?

Asintió, despacio.

—Dijo que había una marca de jeringa en el brazo y un alto nivel de Midoprax en sangre. Luego Oli revisó el informe de autopsia de Valverde. Pero él tenía historial de drogas. Varias marcas, muchas confusas. Y en sangre no pudo confirmar el Midoprax. Pero sí detectó trazas de opioides.

—¿Qué estás insinuando con eso? —pregunté, con un nudo en el estómago.

William agitó los documentos que acababa de sacar del sobre.

—Que este juicio —dijo con gravedad— gira en torno a su paso por uno de los hospicios más grandes de la capital. Lo acusaron de robar Midoprax y de negligencia médica.

—¿Así que… es médico? —pregunté, con incredulidad.

—Lo era, le quitaron la licencia, porque no se puede llamar así a un monstruo. Aunque Abel ejerció como anestesiólogo durante dos años en ese centro —respondió William, con los puños cerrados sobre la mesa. La tensión en su voz era nueva, distinta.

—¿Y los cargos exactos? – pregunté mirando al sobre.

William me miró un segundo, luego buscó entre las hojas.

—Léelo tú misma. Es el testimonio de una familiar de una de las pacientes fallecidas —dijo, tendiéndome dos páginas del sobre.

Las tomé con cuidado. El papel no pesaba mucho, pero el contenido… eso era otro asunto. Allí comenzaba, sin rodeos, el descenso hacia el lado más oscuro de Abel Ron.

Resulta que a este monstruo le gustaba ver cómo la gente moría. No los ayudaba. No les aliviaba el dolor. Solo los observaba, con una fascinación retorcida. Como quien contempla cómo se apaga una vela… y espera el último suspiro solo para soplar.




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