William.
Después de acompañar a Mari a su casa, recibí una llamada de Bruno. Había logrado contactar con un excompañero suyo, un veterano que trabajó durante años en la misma comisaría donde alguna vez estuvo destinado Abascal.
—Para ser honesto… nadie quiere hablar —dijo, con un tono bajo, casi agotado—. Ni del caso, ni del accidente. No sé qué está pasando, William. Mi conocido ha visto cosas feas en su vida, pero incluso él me recomendó no hacer preguntas.
—¿Ni una pista? —insistí, aferrándome a la poca esperanza que quedaba.
—Nada. Se negó a comentar cualquier detalle. Pero eso sí… cuando mencioné el nombre de Abel Ron, le sonó.
—¡Sabía que estaba involucrado en la muerte de esa chica! —exclamé, sintiendo cómo se me aceleraba el pulso.
—Sí, pero no tenemos pruebas. Ni declaraciones. Ni siquiera el caso Valverde nos pertenece ya —suspiró Bruno—. Seguimos igual: con las manos vacías.
—No importa —respondí, forzando la voz a sonar firme—. Lo importante es que estamos en la dirección correcta.
—¿Dirección? Esto no es un camino, William… es un callejón sin salida. Y, por lo que intuyo, muy peligroso.
—No vamos a acorralar a Ron a propósito. Solo queremos sacar a Nikita de esta pesadilla —le dije, con una calma que no sentía del todo—. Lo demás… ya se verá.
—Por cierto, hablé con Santi. Y tiene una noticia bastante rara —añadió, antes de colgar.
—¿Fue a hablar con el dependiente de la boutique? ¿Reconoció a Ron?
—No. Ese tipo ya no trabaja allí.
—¿Cómo qué no?
—Así como lo oyes. Dejó el trabajo y se marchó de la ciudad con toda su familia —dijo Bruno, con un tono más oscuro—. Por eso insisto, William, este caso huele mal. Y cuanto menos lo removamos, mejor.
—Mañana el abogado desmontará la acusación. Nikita saldrá libre. Y después… nos olvidaremos de Ron —le prometí. Aunque sabía que solo decía lo que él necesitaba oír. También entendía que sin pruebas claras de que la segunda maleta fue adquirida por Abel, no podíamos acusarlo de nada. Y eso lo hacía aún más frustrante.
Pero mis esperanzas de liberación rápida de Staski no se cumplieron.
Por más que el abogado intentó desmontar la acusación, el juez rechazó cada argumento con frialdad, alegando falta de pruebas. Mantuvo su postura sin permitirnos avanzar ni un paso. El abogado se mantuvo firme, todavía confiado en que conseguiría revertir la causa, pero yo ya lo intuía: algo más grande se estaba moviendo detrás de este caso. Algo que se nos escapaba de las manos.
El juez no solo desestimó nuestras declaraciones: también se negó a autorizar la revisión de las cámaras de seguridad de la urbanización de Staski. Cámaras que mostraban con claridad que el coche de Nikita había sido conducido por otra persona la noche del crimen.
Una imagen así podría haber cambiado todo. Podría haber destrozado la teoría del fiscal en segundos. Pero no podíamos usar la copia que teníamos nosotros. El caso estaba ahora bajo control del nuevo equipo de la Central. Y todo lo que no proviniera de ellos… quedaba fuera del proceso.
El abogado tenía las manos atadas. Nosotros también.
Y para colmo, el juez también se negó a citar a Yago. No importaron sus contradicciones, ni su cercanía con la víctima, ni los indicios de que ocultaba algo. En cambio, aceptó sin objeciones la débil declaración de la vecina de Valverde, que afirmaba haber visto a Nikita entrar en la casa el día anterior al crimen. Su testimonio no aportaba nada: ni escuchó gritos, ni amenazas, ni nada que sostuviera la acusación. Pero el fiscal la usó igual. Y el juez, claro, lo aceptó.
Todo se sentía ya decidido de antemano. Como si el juicio fuera solo un trámite para justificar una condena escrita desde mucho antes.
La rabia y la impotencia me devoraban por dentro.
Si no podíamos probar que la segunda maleta fue comprada por Ron… si no lográbamos vincularlo directamente al crimen… entonces Nikita se quedaría encerrado. Inocente. Mientras Ron seguiría libre, amparado por un sistema que parecía protegerlo.
Me pasé la mano por el rostro, como queriendo despejar la niebla mental, y me levanté. Solo había una idea en mi cabeza: ir a la Central. Ya no podía quedarme de brazos cruzados. El abogado hacía lo que podía, pero el sistema lo arrastraba. Si algo había aprendido era que la verdad, por sí sola, no siempre bastaba.
Tomé el coche, guardé los documentos en la mochila, y conduje hacia la sede principal de la Policía Judicial. Mi intención era hablar con el nuevo jefe de investigación, aunque tuviera que esperar todo el día para conseguir cinco minutos. Tenía que hacerle entender que se estaban ignorando pruebas claves. Que el caso tenía raíces más profundas de lo que el expediente sugería.
El edificio de la Central olía a papeles viejos y tensión acumulada.
Caminé con paso firme por el hall principal, esquivando miradas de agentes que me reconocieron de otras visitas. Ya no era un extraño… pero tampoco era bienvenido. Me presenté en recepción y pedí acceso al nuevo jefe del caso Valverde. Usé un pretexto simple: necesitaba entregar unas pruebas olvidadas en el informe anterior.
Me autorizaron. Crucé el pasillo hacia el segundo bloque, donde estaba la nueva unidad. Justo antes de llegar a los ascensores, una puerta lateral se abrió. El chasquido del cierre metálico resonó tras la figura que emergía.
Salvatierra.
El exjefe de Mari.
Me detuve, como si hubiera recibido un golpe. No lo esperaba. Llevaba una carpeta bajo el brazo y hablaba por teléfono, pero al verme, se detuvo. No parecía sorprendido… casi como si me hubiera estado esperando.
Colgó con una calma inquietante.
—¿Morales? —dijo, inclinando la cabeza—. Qué coincidencia. ¿Qué haces aquí?
—Vengo a hablar con el nuevo equipo del caso Valverde —respondí sin rodeos.
—¿Ah, sí? —sonrió con ironía.
—Tengo pruebas que olvidamos incluir en el informe. Prefiero entregarlas personalmente… no quiero que se pierdan.
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Editado: 07.08.2025