Golpe de suerte

Capítulo 51. Un equipo, una familia.

Mari

Esa tarde, de pronto, una ansiedad inexplicable me tomó por sorpresa. No había motivos concretos, nada evidente que justificara el nudo que se me apretaba en el pecho, pero sentía el corazón desgarrado, como si presintiera una tormenta antes de ver el cielo nublarse. Deseé con desesperación poder abrazar a William, aferrarme a su fuerza, a su presencia. Dejé los expedientes sobre la mesa, sin pensarlo más, y fui a buscarlo.

Pero William no estaba en ninguna parte. Desde la mañana no había rastro de él, y su ausencia ya no podía considerarse un simple retraso. Abrí el chat interno, revisé mensajes, el historial de llamadas. Nada. Ni un aviso, ni un "vuelvo enseguida". Silencio absoluto.

—¿Santi? —me acerqué al escritorio de mi compañero—. ¿Has visto a Morales hoy?

Santi alzó la vista, con expresión cansada.

—Sí, esta mañana. Vino por todas las copias del caso Valverde.

—¿Todas? —repetí, conteniendo el impulso de soltar una maldición—. ¿Te dijo para qué?

—No, pero parecía que iba a montar una conferencia de prensa —respondió con una sonrisa tensa—. Mencionó algo de hablar directamente con la nueva unidad en la Central.

Me congelé. Cerré los ojos un instante y sentí cómo se me helaba el estómago. Me maldije por haberme confiado. Pensé que William mantendría la cabeza fría, que su sentido común le impediría cruzar ciertas líneas. Pero me equivoqué. También él era vulnerable. También él era humano.

—No… —susurré.

—¿Qué pasa? —preguntó Santi, alarmado por mi expresión.

—Pienso, que William hizo una estupidez. Una muy grande —respondí, tomando mi chaqueta sin darle más detalles.

Sabía perfectamente qué había ocurrido: la conversación con el abogado de Staski lo dejó trastornado. La noche anterior la pasó entera repasando el informe que le mandó el joven jurista, cada línea subrayada con la furia de quien siente que la justicia se le escapa entre los dedos. Y William… con su carácter, con ese fuego que apenas contenía… solo podía terminar enfrentándose a alguien.

Bajé las escaleras como si huyera de un incendio y salí en dirección a la Central. Conducía sin pensar, repasando mentalmente cada escenario posible: si intentó acceder a la unidad sin autorización, si entregó pruebas por su cuenta, … o peor aún, si discutió con algún oficial.

Entré al edificio sin pedir permiso, directa hacia el sector administrativo. Apenas me acerqué al mostrador, disparé:

—¿Está el inspector Morales aquí? ¿Habló con la nueva unidad del caso Valverde?

La recepcionista tecleó lentamente, sin apuro. Parecía que iba a decirme que no figuraba en los registros cuando una voz familiar me llamó desde el pasillo lateral.

—¿Mari?

Me giré. Era Lidia, con una carpeta en la mano y una sonrisa curiosa.

—¿Otra vez buscando expedientes? —bromeó.

—No exactamente —respondí, intentando sonar casual—. Estoy buscando a mi jefe. Tenía que hablar con los de homicidios por un asunto urgente.

Lidia arqueó una ceja, como si sospechara algo, y me hizo una seña para apartarnos a un rincón discreto.

—¿No sabes lo que pasó hoy con tu exjefe? —dijo en voz baja, emocionada—. Un tipo le metió un puñetazo en toda la cara.

—¡No me digas que…! —me llevé las manos al rostro. No por sorpresa, sino porque algo dentro de mí ya lo sabía. Ese tipo solo podía ser William.

—Le rompió la nariz. Delante de todos —dijo Lidia, bajando la voz—. Lo escuchamos gritar desde media oficina. Luego fue directo al hospital para que le hicieran un parte de lesiones.

—¿Salvatierra lo provocó? —pregunté, aunque ya conocía la respuesta.

Lidia se encogió de hombros.

—Llegué cuando ya se habían llevado al agresor a la celda disciplinaria. Pero escuché que era un policía frustrado, uno que vino a hablar con la unidad. Y sí… parecía fuera de sí.

Me quedé en silencio, sintiendo el corazón pesado.

—¿Puedo verlo?

—¿A Salvatierra?

—No. Al hombre que lo golpeó.

—De momento no permiten visitas. Es un incidente interno. Supongo que está con los psicólogos o en observación. Pero… —me miró con atención—, ¿por qué te importa tanto?

—Porque creo que ese hombre es mi jefe. Se marchó de la comisaría esta mañana para hablar con la nueva unidad… y no volvió.

Lidia abrió los ojos, sorprendida.

—Entonces ya sabes todo. Pregunta en recepción, y luego solicita la visita oficial. Aunque… te advierto: aquí muchos vieron lo que pasó. Puede que tu jefe se haya dejado llevar, pero Salvatierra no es precisamente una víctima. Aunque nadie estará dispuesto a justificar contra él con entusiasmo.

Suspiré profundamente, tratando de calmar el temblor que me subía por dentro.

—Gracias, Lidia.

—De nada —dijo, con una media sonrisa triste—. Tu jefe tiene la cabeza caliente, pero el corazón en el lugar correcto. Créeme, más de uno soñaba con hacer lo mismo.

Asentí en silencio, me despedí de Lidia y regresé al mostrador. La recepcionista confirmó con voz neutra lo que ya temía: William estaba en una celda de aislamiento.
Entonces, siguiendo el consejo de Lidia, intenté solicitar una visita oficial. Pero la respuesta fue rápida y contundente, como un portazo que no hacía ruido, pero dejaba marca.

—Lo sentimos, agente —respondió el funcionario penitenciario sin levantar la mirada—, el inspector Morales no puede recibir visitas hasta que se complete el informe de Asuntos Internos.
—¿Y cuánto tiempo piensan mantenerlo incomunicado? —pregunté, con esfuerzo para mantener la voz firme.
—Eso lo decidirá la unidad correspondiente.
—¿Y mientras tanto lo tratan como a un delincuente cualquiera?
—Hay protocolos —repitió, como si eso bastara para justificarlo todo.

Entendí que no conseguiría nada allí. Salí del edificio con los hombros tensos, sintiendo que el aire afuera se había vuelto más denso, más turbio, como si compartiera la injusticia.




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