Mari.
Estaba colocando las tazas cuando sonó el timbre. Un sobresalto me atravesó como un calambre. Miré el reloj: apenas habían pasado diez minutos desde la llamada con Steve. No podía ser él.
Me acerqué a la puerta con cautela. Miré por la mirilla. Era Silvia. Abrí.
—Hola —dijo al entrar, quitándose el abrigo sin mirarme—. Me olvidé las llaves en la clínica. ¿Estás sola?
Asentí en silencio y regresé a la cocina. Silvia siguió hablando desde el pasillo mientras se desvestía, contándome cosas del trabajo, como hacía siempre que entraba. Pero hoy no la escuchaba. Tenía la mente en otro lugar. En una celda gris, fría, sin ventanas. Con William.
—Imagínate —decía ella—, hoy vino un chico de diecisiete años. Guapo, brillante, de familia rica… y sin ninguna gana de vivir…
Entró en la cocina justo en ese momento y se detuvo, cuando me vio. Mi expresión debía ser un reflejo claro de lo que sentía por dentro, porque calló de golpe. Me miró fijamente.
—¿Qué pasa? ¿Alguien ha muerto?
—¡No! ¡No digas eso! —exclamé de inmediato, sacudiendo las manos como si pudiera ahuyentar la sola idea. Las lágrimas ya se me escapaban, calientes y silenciosas—. ¡No es eso!
—Tranquila —dijo, acercándose y abrazándome —. Entonces, ¿qué ha pasado?
—Arrestaron a William —susurré entre sollozos—. Está incomunicado. Lo acusan de agredir a Salvatierra.
Silvia bajó la mirada y soltó un suspiro, largo y cargado, pero imposible de descifrar. ¿Sorpresa? ¿Comprensión? ¿Rabia? Pero entendí, cuando me volvió a mirar.
—¿A tu exjefe? ¿A ese acosador de mierda?
—Sí —respondí, limpiándome las lágrimas con la manga. Desvió la vista hacia las tazas sobre la encimera, luego volvió a clavarla en mí. —¿William lo golpeó por lo que te hizo? ¿Le contaste todo?
Asentí con un leve gesto.
—Sí. Pero no fue por mí. O no solo por eso. Es por el caso del peluquero… el que mataron.
—¿Peluquero? —repitió, frunciendo el ceño, sin entender a qué me refería.
Y no sé por qué, pero empecé a contárselo todo. Tal vez porque necesitaba oírme decirlo en voz alta. Tal vez porque el peso de todo aquello ya no podía sostenerlo sola. O, más probablemente, porque sabía que Silvia lo acabaría sabiendo igual cuando Steve llegara. La conocía demasiado bien: no habría abandonado la cocina ni, aunque el edificio estuviera ardiendo.
—Estábamos convencidos de que Abel Ron había matado tanto a la chica como a Ángel Valverde —dije, soltando un suspiro—. Pero los de la Central no quisieron seguir esa línea. Se aferraron a su teoría. Acusaron a Nikita, un tipo que no tenía nada que ver con los asesinados. Por eso William fue a hablar con ellos, quería convencerlos de que miraran al verdadero culpable, a ese psicópata.
—No es un psicópata —me interrumpió Silvia con tono profesional—. Quiero decir, no es tan simple como eso. Hay perfiles clínicos que no encajan bien en ninguna caja. Hay gente que… rompe el molde. O que ni siquiera tiene uno.
—Entonces, ¿qué crees que es él?
Silvia bebió un sorbo de té. Se tomó su tiempo, como si buscara las palabras más precisas. Luego habló:
—Abel Ron muestra lo que llamamos rasgos antisociales extremos. Tiene una necesidad enfermiza de control y una ausencia total de empatía. Pero no se queda ahí. Hay una pulsión estética en lo que hacía. Un deleite. No solo mataba. Observaba. Esperaba. Saboreaba cada muerte como si fuera una obra.
Me estremecí. Recordé el testimonio de aquella mujer… Y cómo Ron se quedó al borde de la cama, sonriendo.
—Eso es peor que estar enfermo, ¿no?
—Mucho peor —afirmó sin dudar—. Los enfermos sufren. Los psicóticos, los delirantes, incluso los más descompensados… viven en el caos. Pero Ron no. Él tiene claridad. Una lógica propia, fría, quirúrgica. Y eso lo hace aún más peligroso.
—¿Y por qué lo hacía? —Porque podía. Porque descubrió que nadie se lo impedía. Y porque, en algún momento, asoció la muerte ajena con poder. Es más común de lo que parece en ciertos asesinos médicos. A veces los llaman “ángeles de la muerte”, pero no hay nada angelical en ellos. Solo oscuridad disfrazada de vocación.
Silvia dejó la taza sobre la mesa y entrelazó los dedos, como si cerrara el diagnóstico.
—Entonces… ¿no está loco?
—No en el sentido clínico. Está… corrompido. Moral, emocionalmente, desde adentro. Y los que son así no necesitan razones para matar. Solo excusas. Por eso, si nadie lo detiene, él no se va a detener solo.
—Justo por eso William fue a hablar con el jefe del nuevo equipo. Pero no lo dejaron. Y acabó detenido.
Cuando llegué al momento del contarle sobre el enfrentamiento con Salvatierra, sonó el timbre.
—¿Esperas a alguien? —preguntó Silvia, arqueando una ceja.
—Sí. Le pedí ayuda a un amigo —respondí, levantándome para abrirle a Steve.
La puerta se cerró tras Steve y lo conduje directo a la cocina, sin necesidad de explicaciones. Él apenas saludó a Silvia con un gesto de cabeza, pero con esa mirada, que parecía tomar nota de todo al instante. Su abrigo mojado aún goteaba ligeramente; la tormenta afuera había comenzado a arreciar.
Silvia lo observó como quien evalúa un diagnóstico no anunciado.
—¿Tú eres Steve? —preguntó, cruzándose de brazos.
—Y tú debes ser Silvia —respondió él, sin perderle el ritmo—. He oído hablar de ti. Psiquiatra, ¿verdad?
—Psicóloga.
—No te preocupes —dije ofreciéndole un asiento—. Ella sabe todo.
Steve sonrió apenas. Se inclinó hacia mí.
—¿Tienes los detalles del arresto?
Le tendí el informe preliminar que había conseguido nuestro comisario, aunque era escaso. Mientras Steve lo hojeaba en silencio y su mandíbula se tensaba, yo conté lo que pude deducir milímetro a milímetro que podría pasar en la comisaría Central.
Silvia le alcanzó una taza de té a Steve sin que él la pidiera.
—No es café —dijo—, pero ayuda a pensar.
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Editado: 07.08.2025