Golpe de suerte

Capítulo 55. Las amenazas de Salvatierra.

Mari

Llegué al cuartel general veinte minutos antes de la hora prevista. En lugar de usar la entrada principal, opté por la puerta trasera, la que daba al archivo. Aún colgaba allí la vieja placa metálica que rezaba “Acceso restringido”, oxidada por los años y medio despegada por una esquina. La conocía bien. Durante años, había sido mi pasadizo silencioso: rápido, discreto, casi invisible.

Era temprano, pero no tanto como para que el edificio estuviera desierto. Entré con paso firme. La recepcionista, absorta en la pantalla de su móvil, apenas me dirigió una mirada indiferente. Saludé con una leve inclinación de cabeza a dos auxiliares que apenas si me reconocieron. Llevaba mi uniforme y parecía una funcionaria más que pasaba por allí. Nadie me detuvo.

Avancé por los pasillos grises, contando cada paso como si midiera el terreno enemigo. Hacía poco más de tres meses, este trayecto formaba parte de mi rutina diaria, pero ahora el lugar tenía una frialdad ajena, como si la estructura del edificio hubiera mutado sutilmente… o tal vez la que había cambiado era yo.

El despacho de Salvatierra estaba al fondo del segundo piso, junto al área de coordinación. La puerta de recepción estaba entreabierta. Me escabullí entre los armarios del pasillo y esperé, contenida en un rincón de sombras.

Cuando lo vi llegar, con el mismo andar arrogante de siempre, mandé el mensaje a Silvia. Ella sabría qué hacer. Hugo ya debía estar preparado. Respiré hondo, me arreglé un mechón imaginario que se había soltado de mi moño, pasé las manos por la falda para alisarla… o tal vez para no temblar.

Entonces salí de mi escondite, con paso decidido, y crucé el umbral hacia la recepción.

La secretaria era nueva, y su expresión no dejó lugar a dudas: no me conocía. Me escaneó de arriba abajo, con un destello de desconfianza.

—¿Tiene cita? —preguntó, mecánica.

—No —respondí con calma, pero con firmeza—. El comisario Salvatierra querrá verme. Soy María Álvarez.

Tecleó algo, revisó el calendario con ceño fruncido. Parecía a punto de decir que esperara, pero no le di tiempo. Me adelanté, abrí la puerta del despacho sin pedir permiso.

Salvatierra estaba dentro, aún con la chaqueta en la mano y el uniforme sin abrochar del todo. Me miró, y durante una fracción de segundo, la sorpresa se mezcló con algo más oscuro: irritación.

—¿María? —dijo, fingiendo sorpresa con torpeza. Luego hizo un gesto hacia el interior—. ¿A qué debo el honor?

—Tenemos que hablar —respondí sin rodeos.

—¿De qué se trata? —preguntó, cerrando la puerta tras de mí con un clic que sonó más fuerte de lo necesario.

Lo observé con frialdad. Cada gesto suyo era una coreografía ensayada: medido, contenido, letal. El hombre que se sentó frente a mí ya no era solo un superior jerárquico. Era una pieza clave en una maquinaria corrompida, la misma que tenía a William encerrado como a un delincuente.

—¿Por qué lo hiciste? —pregunté, con la voz cargada de rabia contenida—. ¿En qué te estorbaba él?

—¿Quién? —replicó con fingida ignorancia, ladeando apenas la cabeza.

—William Morales. Inspector. Mi nuevo jefe —aclaré, dejando cada palabra caer con peso.

—Ah… ya entiendo de quién vienes a hablarme —dijo con una sonrisa torcida, casi divertida—. Lo imaginaba. Sabía que no era solo tu jefe. Dime, María, ¿por qué lo elegiste a él… y no a mí?

Su tono era una mezcla venenosa de reproche y vanidad herida.

—Porque él es honesto —disparé sin pensar. La palabra me salió como una bala. Y al instante supe que le había dado en el ego.

Rápidamente lancé otra pregunta, esta vez con más frialdad:

—Vengo a preguntarte por el expediente del caso de la chica de la maleta.

Vi cómo sus cejas se alzaban apenas un milímetro y la sonrisa cínica desapareció de sus labios.

—¿Qué hay con ese expediente?

—Que ya no está completo. Y tú lo sabes. Yo lo registré cuando llegó. Tenía el informe forense, los análisis del contenido de la maleta, el número de serie de la maleta misma. Y ahora… todo eso ha desaparecido.

Silencio.

—No sé de qué hablas —dijo, demasiado rápido.

—Yo creo que sí. Estoy segura de que tú autorizaste que desaparecieran esos folios. Y tengo motivos para creer que hiciste lo mismo con el caso Valverde, que transferimos hace dos meses.

—¿Qué estás insinuando, Álvarez?

—Que estás saboteando las investigaciones. Que alguien te dio una orden para eliminar todo lo que conectara esos dos casos. Que proteges a alguien. Y que William está preso por eso.

El silencio se volvió denso. Pude ver cómo su mandíbula se tensaba, cómo sus dedos tamborileaban contra la madera del escritorio. Era su tic nervioso. Lo recordaba bien.

—Tienes una imaginación peligrosa —dijo por fin, con voz grave.

—Tengo pruebas —mentí, aunque solo a medias—. Morales nos obligó a copiar todo el contenido del expediente, más los videos y audios de interrogaciones de testigos y Nikita Staski. Y si mañana las presento en Asuntos Internos, no solo caerás tú: la verdad saldrá a la luz y el verdadero culpable ocupará la celda donde tienes a Morales ahora.

Salvatierra se recostó lentamente en su silla. No dijo nada. Pero su mirada ya no era condescendiente. Era fría. Calibradora.

—¿Eso es una amenaza?

—No. Es un aviso.

Nos quedamos así unos segundos más. Yo sabía que, si iba a hacer una llamada, la haría pronto. Estaba apostando todo a eso.

—Espero que Morales sea liberado hoy mismo —dije al fin, mirándolo a los ojos—. Y que tengas la decencia de pedirle perdón.

Me di la vuelta para marcharme, pero justo cuando puse la mano en el picaporte, su voz me detuvo.

—¿Sabes qué es lo curioso, María? —dijo en tono casi distraído, como si hablara consigo mismo—. A veces pienso en cómo sería todo esto si yo te hubiera dejado llevar aquella maleta al laboratorio… Tal vez tú también estarías muerta.




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