Golpe de suerte

Capítulo 56. Encierro

William

El tiempo no tenía forma aquí dentro.
Ni bordes. Ni vértices.
Solo un vacío espeso, sin principio ni fin.

No había reloj en la celda. Me quitaron el teléfono en el momento de la detención, junto con cualquier rastro del mundo exterior. No sabía cuánto tiempo había pasado desde que me encerraron. Podían ser horas, o días enteros. Nadie me lo decía, y yo ya había dejado de preguntar.

La luz del techo era perpetua. Blanca, opaca, sin alma. Nunca se apagaba. Nunca cambiaba. Como un ojo de vidrio que me observaba sin pestañear, sin descanso, sin compasión.

Estaba solo. Completamente solo.
No había visto a nadie salvo al guardia que traía comida. ¿Dos veces al día? ¿Tres? ¿Una? No lo sabía. Aquí dentro, el hambre no marcaba el tiempo: comías solo para romper la monotonía. Masticabas para recordar que aún eras un cuerpo.

El grifo goteaba sin parar. Una gota. Otra. Otra más.
El sonido metálico al golpear el lavamanos era un martillo lento que erosionaba el alma. Se mezclaba con el olor frío y agrio del hormigón húmedo. Un aroma mineral que se metía en la nariz, en la garganta, en los huesos. Todo en esa celda parecía diseñado para desgastarte desde dentro.
Y lo estaban logrando.

Sentí algo que hasta entonces había mantenido a raya, incluso en las peores escenas del crimen: desesperanza.

Pensaba que lo hacían a propósito. No era negligencia, era método. El silencio, la incomunicación, el encierro prolongado… todo estaba medido. Una estrategia fría y eficaz. Más efectiva que un interrogatorio, más devastadora que un golpe. No necesitaban tocarte para quebrarte. El aislamiento era una forma p de tortura. La más pulcra. La más silenciosa. La que no deja marcas… al menos por fuera.

De no ser por las personas que amaba —y por la remota posibilidad de defenderme— ya habría comenzado a quebrarme.
Mi mente giraba en espiral. Sabía que tarde o temprano me llevarían ante alguien. Un escritorio. Una grabadora. Un interrogador.

Me obligaba a repasar mentalmente los casos: La chica de la maleta. Valverde. Nikita Staski. Abel Ron. Visualizaba los informes forenses, las fotos, los interrogatorios. Las líneas de tiempo. Me formulaba preguntas y buscaba respuestas como un cirujano en plena operación. No podía permitirme perder la lucidez.

Estaba claro que Salvatierra lo había planeado todo. Me provocó deliberadamente. Sabía que iba a hablar con los inspectores del caso Valverde. Sabía que llevaba copias de los informes, que mandamos, el video donde se ve claramente que coche de Nikita estaba robado, los números de las putas maletas.
¿Qué pasó con ellos? ¿Dónde estaba mi carpeta?
Me esforcé por recordar el momento exacto del arresto.
Le di un golpe…
La carpeta estaba en mi otra mano…
Llegaron los guardias…

Demasiado rápido. Como si ya estuvieran avisados. Como si me estuvieran esperando.

Intenté reconstruir cada movimiento. Cada palabra. No hubo orden judicial. No me leyeron los derechos. Solo dijeron que estaba “retenido por motivos de seguridad interna”. Palabras vacías, de manual sucio.

¿Y la carpeta?
Entonces lo vi con claridad. Salvatierra la recogió del suelo. No preguntó. No dudó. Solo la deslizó bajo la suya, como si supiera perfectamente lo que contenía. Como si fuera suya desde antes.

¿Qué mierda significa eso?
¿Qué clase de Estado encubre criminales y encarcela a quienes hacen su trabajo?

Y luego la duda venenosa pasó por mi cabeza: ¿Salvatierra ya sabía que iba a estar allí?
Si no era así, ¿qué hacía en esa ala de la comisaría? ¿Quién lo avisó? ¿La recepcionista? ¿Alguien de mi equipo?

¡No!
No podía pensar eso. A mi equipo lo conocía. Llevábamos dos años codo a codo, aguantando todo juntos. Casos que ni Netflix se atrevería a escribir. No había traidores entre ellos. Me habría dado cuenta.

¿Entonces la recepcionista? ¿Ella lo llamó?
Podía ser… aunque le habría dejado poco margen para montar la trampa.
A menos que todo ya estuviera preparado desde antes.

Me dejé caer en la litera. El colchón duro ardía contra mi espalda. Cerré los ojos.
Y allí apareció ella.

Mari.
Con su ceño fruncido cuando algo no le cerraba. Ese gesto que decía “no me jodas” sin abrir la boca. Me aferré a esa imagen como a una cuerda al borde del abismo.
“Si alguien puede sacarme de aquí, es ella. Mi chica lista.” Pensé y sonreí por un instante.
Pero el frío de la ansiedad me apretó el pecho de inmediato. Salté de la cama. Empecé a andar como una fiera enjaulada.

Si ella se mete en esto, estará en peligro.
Y si la tocan, si le hacen algo por ayudarme…
No me van a necesitar vivo para responder.

El sonido del cerrojo me sacó del torbellino. La puerta se abrió con un chirrido seco.
Un guardia asomó la cabeza. Sin expresión.

—Salga. Lo están esperando.

Lo observé sin moverme. Dudaba si era una nueva trampa, una puesta en escena más dentro de ese juego sin reglas. Pero no tenía elección. Me puse de pie despacio. Para mi sorpresa, no me esposó. Ni una palabra. Ni una orden. Solo se dio la vuelta y empezó a caminar, como si yo supiera adónde iba. Lo seguí.

Los pasillos por los que avanzamos no me resultaban familiares. No eran parte de las zonas comunes ni de los despachos operativos. Estaban más al fondo, en esa zona gris de los subterráneos que uno siempre sabe que existen, pero nunca visita.

¿Por qué no me esposaban, si me trataban como a un criminal? Tal vez querían que me sintiera libre por un instante, para que el encierro pesara aún más al regresar.

Nos detuvimos frente a una puerta gris, sin placa, sin mirilla, sin historia.
El guardia la abrió en silencio y se hizo a un lado.

Dentro, un hombre de unos cincuenta años me esperaba sentado a una mesa metálica. Traje oscuro, corbata torcida, carpeta de cuero frente a él.




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