William.
En menos de veinte minutos llegamos a la comisaría de San Telmo. El edificio tenía ese aire marchito de las instituciones que han visto demasiado: paredes encaladas que alguna vez fueron blancas, hoy venidas abajo por las grietas del tiempo; ventanas altas cubiertas por persianas vencidas; muebles pesados, anclados en la década pasada, que olían a humedad y papel amarillento. Un lugar que cargaba el peso de su propia historia.
El barrio, en cambio, parecía más limpio que el nuestro. Más ordenado. Más callado. Pero había algo en esa quietud que no me cuadraba. Como si la calma fuera un decorado de postal cubriendo una verdad podrida.
Entramos sin pedir permiso, como quien va directo al fondo de un incendio. Iba al frente, con el corazón apretado como un puño cerrado y la mente dando vueltas entre hipótesis, sospechas y una única certeza: algo no encajaba.
Una oficial de recepción levantó la vista al vernos. Joven, de rostro neutro y mirada entrenada, con ese tipo de actitud profesional que no deja pasar nada, pero tampoco entrega mucho.
—¿En qué puedo ayudarles?
—Inspector William Morales —dije, mostrando la placa con un gesto rápido—. Unidad de homicidios de La Cachena. Busco al agente Bruno Navarro. Me informaron que esta mañana estuvo aquí, hablando con alguien sobre el caso del inspector Abascal.
La mujer frunció el ceño, como si revolviera mentalmente un archivo polvoriento.
—¿Bruno Navarro? —repitió con cautela—. Lo siento, inspector, pero aquí no trabaja nadie con ese nombre.
—No dije que trabajara aquí —respondí, manteniéndole la mirada—. Solo que vino a hablar con alguien.
—No hemos tenido ningún visitante con ese nombre. Tampoco figura en el registro de entrada. ¿Está seguro de que vino a esta comisaría?
—Eso me dijeron —dije, sintiendo un escalofrío en la espalda. Algo se movía, lento, debajo de la superficie.
Steve dio un paso adelante.
—¿Podría revisar el registro de visitas? Aunque haya entrado como civil.
La oficial asintió y comenzó a teclear. Hubo un silencio denso. Sus ojos escanearon la pantalla con concentración. Tecleó algo más. Finalmente levantó la vista.
—Nada. Ni como visitante civil ni como agente. No hay registro de entrada de nadie llamado Bruno Navarro.
Me incliné sobre el mostrador, apoyando ambas manos con fuerza.
—¿Alguno de ustedes lo conoce?
Un agente de mediana edad, que había estado escuchando desde una mesa cercana, se levantó con aire curioso. Se acercó con paso lento, sin interrumpirnos.
—¿Navarro? Claro que me suena. Estuvo destinado aquí hace años. Hasta que pidió traslado.
Lo miré fijo.
—¿No lo ha visto últimamente? ¿No pasó por aquí hace unos días? ¿Tal vez esta semana, preguntando por Abascal?
El hombre negó con la cabeza, pero su expresión no era del todo tranquila.
—No. No lo he visto. Ni esta semana, ni en todo este año. Y dudo mucho que viniera a hablar de Abascal.
—¿Por qué? —pregunté, arqueando una ceja.
Me sostuvo la mirada unos segundos. Luego cerró la carpeta que tenía en las manos con lentitud, como si tomara una decisión.
—Vengan conmigo —dijo con voz baja, pero firme.
Lo seguimos en silencio. El pasillo era estrecho, mal iluminado, con paredes cubiertas de expedientes archivados y puertas con vidrios esmerilados. Se respiraba polvo, café rancio y cansancio acumulado.
Nos condujo hasta una pequeña sala de descanso. Una mesa redonda ocupaba el centro, rodeada de sillas desiguales. Una cafetera industrial en una esquina, una pizarra blanca con fechas tachadas y notas ilegibles. Un lugar funcional, pero olvidado.
—Aquí estaremos tranquilos —dijo, cerrando la puerta tras nosotros—. Me llamo Martín Rivas. Fui compañero de Abascal durante cinco años. Y sí, conozco bien a Bruno.
Me senté frente a él. Steve se quedó de pie, en la esquina, con los brazos cruzados.
—Voy a ir directo al grano —dije—. ¿Qué sabe usted de Bruno?
Rivas suspiró. Una de esas exhalaciones pesadas que arrastran decepción y memoria.
—Dijiste que son de La Cachena. ¿Nunca te preguntaste por qué Bruno pidió el traslado desde aquí?
—Dijo que quería estar más cerca de casa —respondí, aunque la frase ya sonaba hueca incluso para mí.
Rivas sonrió con amargura.
—Eso fue lo que les contó. Pero la verdad es otra. En ese entonces, él y Abascal prestaban apoyo al departamento de narcóticos. En uno de los operativos, un compañero resultó herido. Bruno lo dejó atrás. Simplemente… lo abandonó. El resto del equipo nunca se lo perdonó.
—¿Y Abascal?
—Fue quien le dio una salida “limpia”. Le recomendó que pidiera traslado antes de que lo echaran. Le evitó un informe, una investigación interna… pero le dejó claro que no volverían a trabajar juntos.
No hizo falta que hablara. Tenía la misma sensación como de golpe en el estómago. La historia que vendió Bruno a mí y a los chicos se había desmoronado en segundos. No había venido a esta comisaría. No tenía nada que ver con Abascal. Santi, sin saberlo, había repetido un cuento. Y Bruno... Bruno ya no era el tipo que creíamos.
—¿Y qué sabes del caso de la chica encontrada en la maleta? —pregunté, manteniendo la mirada fija en Rivas.
—Nada —respondió sin rodeos—. Nos lo quitaron de las manos antes de que tuviéramos tiempo de desarrollar una estrategia. Apenas vimos el informe preliminar de forense y del laboratorio. Ni siquiera supimos el nombre de la víctima.
Fruncí el ceño, desconcertado.
—Entonces… lo del inspector Abascal… ¿de verdad fue un accidente? —inquirí, con incredulidad en la voz.
Rivas se reclinó levemente en la silla y se cruzó de brazos, como si llevara tiempo esperando esa pregunta.
—Oficialmente, sí. Impacto contra un pilar del puente. Causa probable: distracción. Pero Joaquín no era de esos —dijo, negando lentamente con la cabeza—. Obsesivo al volante. Ni una gota de alcohol, ni medicamentos. Siempre alerta. Demasiado alerta, incluso. Y justo esa semana… estaba metido hasta el cuello en el caso que mencionaste.
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Editado: 07.08.2025