Golpe de suerte

Capítulo 60. La búsqueda.

William

Salimos de la comisaría con el pecho oprimido por una mezcla de frustración e inquietud. El aire afuera parecía más frío, o tal vez era el peso real de todo lo que acabábamos de escuchar lo que empezaba a calarnos por dentro.

—¿Y ahora qué? —preguntó Steve mientras nos acercábamos al coche.

—Vamos a casa de Silvia —respondí, con la mente ya varios pasos por delante—. Vamos a pedirle el contacto de ese tal Hugo. Si fue capaz de rastrear las llamadas de Salvatierra, tal vez pueda seguir los teléfonos de Mari y Bruno. Ya no pienso quedarme sentado esperando.

El camino transcurrió en silencio. Ambos teníamos la cabeza sumida en un torbellino. Yo repasaba cada palabra de Rivas, cada detalle torcido de la historia de Bruno, buscando las piezas que aún no encajaban. Cuando llegamos, Silvia ya nos esperaba en la puerta. Tenía el rostro ojeroso y un cigarro temblando entre los dedos.

—¿Alguna novedad? —preguntó en cuanto salimos del ascensor.

Negué con la cabeza, sin rodeos.

—Nada. Pero tenemos que encontrarla, Silvia. Y rápido. ¿Sabes si tenía el teléfono encendido esta mañana?

—Sí. Me llamó temprano, sobre las nueve. Me dijo que acababa de salir de hablar con ese imbécil de su exjefe e iba a la comisaría. Después de eso… le llamé al medio día y silencio total.

—Necesito que nos ayudes a rastrear su móvil. Steve me dijo que conoces a Hugo. ¿Quién es exactamente? ¿Podría localizar su posición actual?

Silvia vaciló un segundo, luego asintió con resignación.

—No estoy segura, pero si alguien puede, es él. Trabaja con datos móviles y sistemas de seguridad. Es... raro, pero de fiar. Vive a unas cuadras de aquí. Me debe algunos favores.

—Perfecto. Vamos a hablar con él.

Silvia apagó el cigarro, entró por un abrigo y volvió enseguida. Subimos al coche y fuimos deprisa por calles silenciosas, bordeadas de farolas que parpadeaban como si estuvieran a punto de apagarse. El barrio dormía, pero cada sombra parecía acecharnos desde la periferia.

La casa de Hugo era un bloque de dos pisos, con persianas cerradas y una cámara de vigilancia apuntando directamente a la calle. Silvia llamó dos veces. Nada. Una tercera, más fuerte, y finalmente se abrió la puerta.

—¿Qué pasa ahora? —gruñó una voz somnolienta desde el interior.

Un hombre delgado, de barba irregular y mirada recelosa, asomó la cabeza por la rendija. Nos escaneó de arriba abajo antes de enfocar a Silvia.

—Tranquilo, Hugo. Soy yo. Necesito tu ayuda. Es urgente —dijo ella con firmeza.

Sin más preguntas, Hugo nos dejó pasar a una habitación junto a la puerta. El interior era un caos controlado: cables cruzando el suelo como lianas, pantallas encendidas parpadeando en verde y azul, routers abiertos, piezas de móviles desarmados, y latas de bebida energética amontonadas en los rincones.

—¿Qué clase de lío es este? —preguntó Hugo, cerrando la puerta tras nosotros. Se frotó los ojos y se dejó caer en una silla giratoria, apartando con el codo una torre de discos duros externos.

—Una desaparición —dije sin rodeos—. Una mujer, mi novia. Lleva desaparecida desde esta mañana. Creemos que alguien que conocemos la tiene retenida. Necesitamos rastrear su móvil. Y el del sospechoso: Bruno Navarro.

Hugo arqueó una ceja y giró lentamente hacia una de sus pantallas.

—¿Tienes los números?

—Sí —respondí, sacando mi móvil—. Aquí están los dos.

Él los anotó, sin decir nada por un momento. Tecleó con rapidez, se conectó a una red que parecía tener más capas que un bunker militar, y lanzó varias ventanas de comandos. Todo era ruido de teclas, pitidos suaves y luces reflejadas en sus pupilas.

—Esto que me estás pidiendo es ilegal. Lo sabes, ¿verdad?

—No te preocupes, soy policía, pero no quiero implicar las unidades oficiales. Es un asunto interno —dije, manteniéndole la mirada.

Silvia asintió en silencio. Hugo suspiró, resignado.

—Vale. Pero si me tiras a los lobos, al menos avísame antes.

—Hecho —respondí.

Pasaron unos minutos tensos, en los que el único sonido era el zumbido de los ventiladores de su equipo. Steve rondaba por la habitación con los brazos cruzados, inquieto. Yo no podía dejar de mirar la pantalla.

—Aquí lo tengo —dijo finalmente Hugo, señalando el monitor—. El número de Mari estuvo activo hasta hace unas diez horas. Última señal: una antena en las afueras, en la carretera M15 cerca de la localidad Carril. Coordenadas exactas, aquí. Pero donde esta ahora no lo sé.

Apunté los números rápidamente.

—¿Y Bruno?

Hugo tecleó otra vez. Frunció el ceño.

—Curioso… el teléfono de Bruno está activo, pero la señal rebota. Como si alguien hubiera manipulado el GPS o estuviera usando una app para falsear la ubicación.

—¿Dónde marca ahora?

—En la zona sur. Para ser exactos, en la calle Marinero, 25.

Nos miramos los tres en silencio. La certeza se hizo espesa en el aire.

—¿Dónde está esto? —preguntó Steve.

—Algo en la playa —dije, saltando de la silla—. Dame las llaves de tu coche.

—¿Para qué? —preguntó Steve, mirando con preocupación el mapa.

—Voy a ir hasta allí —respondí—. Vosotros me avisáis por teléfono si la ubicación de Bruno cambia.

—No —intervino Steve enseguida, con tono firme—. Voy contigo. Silvia se queda aquí.

—Escúchame, amigo —le dije, apoyando una mano en su hombro—. Entiendo que quieras ayudar, y de verdad te lo agradezco. Pero no sabemos con qué vamos a encontrarnos. Podría ser solo Bruno... o podría haber más. Gente armada. Esto no es un juego. No estás entrenado para algo así, podrías ponerte en peligro. Y también a mí.

Steve me sostuvo la mirada un par de segundos, luego sacudió la cabeza, tenso.

—Al menos déjame conducir. Solo eso. Si pasa algo, puedo llamar a la policía, pedir ayuda. No pienso quedarme aquí sentado sin hacer nada.

Su voz tenía un matiz de súplica que no pude ignorar. Tenía miedo, sí. Pero también coraje. Y, tal vez, razón.




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