William
Antes de salir de la comisaría, decidí pasar por nuestra oficina. No podía simplemente desaparecer con un arma del depósito sin dejar al menos una línea de defensa. Si alguien podía cubrirme, era Carlos. Y si había un momento para saber hasta dónde llegaba su lealtad, era este.
El pasillo estaba casi vacío. Solo se oía el zumbido apagado de los fluorescentes y el eco hueco de mis pasos. Cada golpe de suela contra el suelo me sonaba a advertencia: estás cruzando la línea, William. En cualquier momento, alguien podría asomarse por una puerta y preguntarme qué demonios hacía allí, con ese gesto que mezcla sospecha y desaprobación.
Abrí la puerta de la oficina y allí estaba él. Carlos, con su café frío al lado del teclado, hojeando un informe como si llevara horas prisionero de la rutina. La luz blanca le marcaba ojeras y surcos en el rostro. Alzó una ceja al verme.
—¿Qué haces por aquí? —preguntó, sorprendido, inclinándose hacia atrás en la silla.
No había espacio para rodeos.
—Mari ha desaparecido —solté, con la garganta seca—. Y tengo pruebas de que Bruno la está reteniendo.
Su bolígrafo quedó suspendido en el aire.
—¿Bruno? ¿Nuestro Bruno? —exclamó, incrédulo, como si le hubiera hablado de un hermano perdido.
—Sí, amigo… —suspiré, sintiendo la rabia subir como ácido—. Resulta que nunca lo conocimos del todo. Y mucho menos que nos espiaba para ese bastardo de la Central.
Carlos se inclinó hacia adelante, clavándome los ojos, como si necesitara asegurarse de que estaba diciendo la verdad y no era una mala broma de guardia nocturna.
—¿Cómo dices?
—Se inventó que iba a la comisaría de San Telmo, pero allí ni lo quieren ver. Sus antiguos compañeros lo odian. Y con razón. Nos mintió en cada paso, Carlos —dije, sintiendo cómo la voz se endurecía—. Mi arresto también fue obra suya. Él avisó a Salvatierra que llevaba todas las copias… y ahora, encima, tiene a Mari.
El bolígrafo se le resbaló de los dedos. Abrió la boca, pero solo salió aire.
—¿Y cómo sabes que está con él?
—Porque la señal de su teléfono, antes de apagarse, estaba justo donde marcaba el de Bruno. No es casualidad.
Carlos se pasó la mano por la cara. La incredulidad se mezclaba con la lealtad. En sus ojos vi el dilema: si esto es verdad, ya no hay vuelta atrás.
—Dime que no estás haciendo lo que creo que estás haciendo…
—Lo estoy haciendo —respondí, sin dejar lugar a dudas—. Y necesito tu ayuda. Solo por unas horas. Tengo que encontrarla, Carlos. No hay tiempo para protocolos.
El silencio que siguió pesaba como una losa. El zumbido de la lámpara parecía llenar la oficina. Finalmente, Carlos exhaló un suspiro largo, resignado, y dejó caer el bolígrafo sobre la mesa.
—¿Vas solo?
—Llevo a un civil conduciendo. Nada más. No voy a involucrarte en nada sucio, pero necesito que me cubras antes de que empiecen a buscarme.
Carlos se levantó despacio, como quien cruza un punto de no retorno. Caminó hasta el perchero, tomó su chaqueta y se la puso con parsimonia.
—Entonces no te cubro desde aquí. Voy contigo.
—¿Qué? No, estás de guardia. No puedes dejar el turno así.
—¿Y quién va a saberlo? Tú mismo dijiste que íbamos tras la banda de Postín. Si alguien pregunta, salí a verificar un aviso. ¿No suena creíble?
—Carlos…
—Además —añadió, con media sonrisa mientras se ajustaba el arma al cinturón—, si me quedo aquí otro turno más, voy a perder la cabeza. Quiero acción real, no formularios ni sospechosos llorando.
No pude evitar una leve sonrisa. Sabía que probablemente lo necesitaría.
—Estás loco.
—Y tú estás inhabilitado. Entre los dos hacemos medio policía útil —dijo, abriendo la puerta.
En ese instante, mi teléfono vibró. Un escalofrío me recorrió la columna.
Miré la pantalla. Número desconocido. Hice una señal a Carlos y contesté.
—Diga… —mi voz salió áspera, cargada de rabia contenida.
Silencio. Apenas un segundo. Luego, una voz que me heló la sangre:
—Vaya, vaya… inspector Morales. No esperaba que contestaras tan rápido.
—Salvatierra… —escupí su nombre como veneno.
—Correcto. —Podía oír su sonrisa en cada sílaba—. Apostaría que esperabas a otra persona. Pero tu novia está… un poco ocupada.
Al fondo escuché un murmullo apagado. Un golpe seco. La voz de Mari, ahogada, apenas un gemido, que me atravesó el alma como un cuchillo.
—Si le haces algo, juro que…
—Oh, William, siempre tan impulsivo —me interrumpió, divertido, como si estuviera disfrutando un juego—. Si quisiera hacerle daño ya estaría muerta. Pero todavía me resulta… útil.
Mis dedos se crisparon alrededor del teléfono.
—¿Qué quieres?
—Hablar. Solo eso. Dos hombres adultos resolviendo un malentendido… aunque tú hayas sido bastante molesto últimamente. —Su tono rezumaba burla y soberbia.
—Hablar —repetí entre dientes.
—Sí. Cara a cara. Sin patrullas, sin testigos. Porque si veo que no confías en mí… —pausa deliberada—, bueno, digamos que Mari no es tan resistente como tú.
Cerré los ojos un instante, conteniendo la rabia. Notaba cómo la adrenalina me golpeaba en las sienes.
—Dime dónde.
—Viejo embarcadero de La Marina. En media hora. Y, William… —su voz bajó a un susurro venenoso—. Llega solo. Si me haces perder el tiempo, preocúpate de tu propio funeral… porque ella no tendrá uno.
La llamada se cortó. Me quedé con el teléfono en la mano, escuchando el silencio. Hasta el zumbido de los fluorescentes parecía un rugido en mis oídos.
Carlos me miraba, tenso, como si esperara la sentencia.
—¿Bruno?
—No —dije, sintiendo el veneno de esas palabras aún quemándome—. Salvatierra. Y acaba de invitarme a mi propio infierno.
—¿Y? —dijo, aunque ya intuía la respuesta.
—Tiene a Mari. Quiere verme solo. En el viejo embarcadero. Dentro de media hora.
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Editado: 07.08.2025