Mari
Había jugado mi carta más peligrosa: entrar sola en la oficina de Salvatierra, mirarlo a los ojos y ponerle mi amenaza sobre la mesa como si fuera mi última bala. Le dije que si William no salía en libertad, mi denuncia por la falsificación de los expedientes llegaría directa a Asuntos Internos.
Su reacción fue inquietante. No levantó la voz. No golpeó la mesa. No me lanzó insultos ni me escupió amenazas directas. Simplemente me observó en silencio, con esa calma que hiela más que un grito. Su mirada era la de un cirujano que mide el tamaño de la incisión antes de cortar. Me recorrió de arriba abajo como quien calcula cuánto vale la vida de alguien.
—Estás jugando con fuego, Mari… y no sabes quién sostiene el bidón de gasolina.
Sus palabras se me quedaron grabadas como hierro candente. No contesté. No quería darle el placer de ver cómo me temblaba la voz. Di media vuelta, fingí firmeza en el paso, y salí de allí con el corazón golpeándome como un martillo dentro del pecho.
Pero por dentro sentía un vacío en el estómago, como si algo esencial me hubiera sido arrancado.
Subí a mi coche y respiré hondo varias veces antes de girar la llave. El motor rugió y traté de convencerme de que, mientras me mantuviera en movimiento, estaba a salvo. Tenía que llegar a la comisaría de La Cachena antes de que algo, o alguien, me cortara el camino.
La mañana se había levantado gris, y la niebla se tragaba todo a su paso. El trayecto se me hizo eterno. Cada semáforo velado por la bruma parecía un posible punto de emboscada, cada coche que emergía súbitamente de la nada me obligaba a apretar el volante hasta dejar las manos rígidas. Había momentos en los que apenas distinguía a diez metros, y el aire húmedo empañaba las ventanillas como si el propio mundo quisiera cegarme.
Al llegar a la comisaría, casi me desplomé contra el volante. Crucé las puertas y el mundo parecía no haberse movido ni un centímetro. Los teclados sonaban como siempre, flotaba el olor a café recalentado y las conversaciones rutinarias llenaban el aire. Nadie sabía que William seguía encerrado en un calabozo. Nadie imaginaba que yo acababa de jugar a la ruleta rusa con mi vida.
Subí a la oficina de homicidios. Estaba medio vacía. Carlos tenía el día libre; Santi había salido a cubrir el caso de una mujer apuñalada por su marido; y Bruno aún no había llegado. El silencio en la sala pesaba más que nunca.
Encendí el ordenador y abrí el correo. Nada todavía de Hugo. El mensaje con el rastreo de las llamadas de Salvatierra seguía sin llegar.
Me quedé mirando la pantalla, con los dedos tamborileando sobre la mesa. El reloj marcaba los minutos como martillazos.
Diez minutos después, la puerta se abrió. Bruno apareció con paso tranquilo. Me observó con una expresión extraña, una mezcla de preocupación ensayada y curiosidad auténtica.
—Se te nota en la cara que no has dormido nada, Mari. ¿Pasó algo más?
No pude contenerme. La presión de las últimas horas estalló en una confesión.
—Hablé con él. Con Salvatierra. Le puse las cartas sobre la mesa. Lo amenacé con denunciarlo por alterar el expediente de la chica de la maleta.
Bruno frunció el ceño, como si no pudiera creer lo que escuchaba.
—¿Estás loca? Ese tipo es intocable.
—No. Está acorralado. Y William sigue encerrado. Tenía que hacer algo.
Él respiró hondo, se pasó la mano por la nuca, y luego dijo:
—Mira… justo ahora no es buena idea quedarnos aquí. Hay un sitio donde podemos hablar tranquilos.
Lo miré de reojo, con desconfianza.
—¿A dónde?
Sus labios se curvaron en una leve sonrisa.
—¿Recuerdas lo que contó Staski? Lo de Abel Ron. Que estuvo en una clínica de desintoxicación… y que allí lo conoció de verdad.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo.
—Sí.
—Pues Abel y Staski pasaron un tiempo en una clínica privada de rehabilitación. Oficialmente, Ron estaba ingresado para terapia psiquiátrica, para un estudio clínico… lo que quieras. Pero Nikita siempre insinuó que allí ocurrió algo extraño, ¿no? Algo relacionado con aquel chico que se suicidó. Y al final, culpó a Abel.
Me quedé en silencio. Era cierto. Incluso Silvia, la noche anterior, me había dicho que Abel no era un psicópata cualquiera. Que él no sufría, sino que disfrutaba con la muerte. Que había algo detrás que nadie entendía del todo.
Bruno siguió hablando, con voz baja y convincente:
—Hoy conseguí un contacto de esa clínica. Puedo llevarte. Quizá encontremos un hilo suelto, una pieza que explique qué hay detrás de todo esto. Si de verdad quieres hundir a Salvatierra, puede que ese sitio guarde la llave para abrir el cajón de mierda de su jefe.
Me mordí el labio, dudando. La lógica era débil, pero sonaba a oportunidad. Y yo estaba desesperada por encontrar una.
Asentí despacio.
—Está bien. Vamos.
El motor rugió suave cuando Bruno sacó el coche del aparcamiento. Yo iba en silencio, con la vista fija en la carretera que se abría delante. La niebla lo envolvía todo, densa, húmeda, como un manto dispuesto a tragarnos. Una parte de mí quería confiar, creer que encontraríamos algo contra Ron o contra Salvatierra, que William saldría en libertad, que toda esta locura terminaría pronto. Pero otra parte, la más pesimista y nerviosa, no dejaba de recordar los ojos de Salvatierra y la sensación de estar metida en un juego que me superaba.
—No te preocupes —dijo Bruno, sin mirarme—. Mi contacto en la clínica nos ayudará. Si alguien sabe qué pasó realmente con Ron ahí, es él.
Asentí en silencio. No estaba segura de creerle, pero tampoco veía otra opción. Cualquier pista era mejor que esperar en la comisaría sin hacer nada.
El coche tomó la salida hacia la carretera. El tráfico era escaso; apenas un par de camiones fantasmales que emergían de la bruma con luces mortecinas antes de volver a perderse. La niebla era tan espesa que parecía pegada al parabrisas, y el sonido de los neumáticos sobre el asfalto mojado se amplificaba, hueco, como en un túnel. El silencio dentro del coche se volvió aún más sofocante, como si esa bruma también hubiera entrado con nosotros.
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Editado: 07.08.2025