Mari
El mundo regresó de forma abrupta, a tirones.
Primero fue el dolor: una punzada aguda en la sien, como si mi cráneo fuera una campana rajada sonando con cada latido. Después, los olores: humedad vieja, madera podrida, polvo acumulado. Finalmente, los sonidos: voces masculinas, amortiguadas por la distancia, pero reconocibles.
Parpadeé, abriendo los ojos con esfuerzo. El techo sobre mí estaba agrietado, con manchas oscuras de humedad que se extendían como mapas deformes. Una lámpara colgaba torcida, sin bombilla. El suelo, de madera gastada, crujía con cada paso que daban en la habitación contigua.
No estaba atada, pero el mareo y la debilidad eran cadenas suficientes. Estaba recostada en un sofá viejo, cubierto por una manta áspera que olía a naftalina.
Afiné el oído.
—…no podemos quedarnos aquí mucho tiempo —dijo una voz desconocida, ronca, con un tono que no admitía réplica—. Salvatierra quiere que yo vaya al muelle esta noche. ¿Para qué?
—No lo sé —contestó otra, y ese timbre lo reconocí al instante. Bruno.
Un escalofrío me recorrió la espalda. Cerré los ojos de golpe, fingiendo inconsciencia, y contuve la respiración para escuchar mejor.
—Esta chica no puede andar suelta. Sabe demasiado. La llevaré a mi fiesta —continuó la voz ronca, arrastrando la última palabra como si la saboreara.
Hubo un silencio breve, y luego la voz de Bruno, más baja, dudosa.
—Primero quiere hablar con ella. A ver qué sabe.
Sentí un nudo en la garganta. La llevaré a mi fiesta. El eco de esas palabras me atravesó como un cuchillo. ¿De qué se trataba?
Los pasos se acercaron. La puerta chirrió y alguien salió, dejando a Bruno solo, o eso parecía. El silencio se extendió, hasta que escuché su respiración pesada.
No podía seguir fingiendo. Abrí los ojos despacio. Él estaba en el umbral, observándome, con una mezcla de tensión y un aire extraño de calma forzada.
—Ya despertaste —dijo, entrando con un vaso de agua en la mano. Lo dejó sobre una mesa coja junto a mí—. Bebe. Te hará bien.
Lo miré fijamente, sin moverme.
—¿Para qué? ¿Para que esté bien consciente cuando me entregues a Salvatierra?
Vi cómo se le tensaba la mandíbula, aunque intentaba mantener esa máscara de frialdad.
—Dime, Bruno —escupí, clavándole la mirada—: ¿cuántos años llevas trabajando para él? ¿Cuánto tiempo llevas traicionando a tus amigos?
—No entiendes, Mari. Esto no es como crees.
Me forcé a incorporarme un poco, apoyándome en el respaldo del sofá. El mareo me golpeó fuerte, pero no aparté mis ojos de los suyos.
—Lo entiendo demasiado bien. Nos mentiste en cada paso. Vendiste a William, lo entregaste a Salvatierra. Y ahora me arrastras a esta pocilga con una historia barata de clínica —le grité, la voz quebrada por la rabia.
Él respiró hondo, cerró los ojos un instante, como si quisiera borrar mis palabras de su mente. Cuando volvió a abrirlos, su expresión era una mezcla de rabia y desesperación.
—¡Sí, os mentí! Pero lo hice para librarnos a todos de esta maldita pesadilla. Convencí a Salvatierra de quitarnos el caso Valverde, ¿entiendes? ¡Lo aparté de nuestras manos para protegeros! —me gritó, golpeándose el pecho con un dedo acusador—. ¡Pero William lo arruinó todo! ¿Por qué demonios tuvo que meterse otra vez en esta mierda?
—Porque es un hombre honesto y un buen policía —respondí, sin alzar la voz, con un tono bajo pero afilado como un cuchillo—. Y tú… tú eres un traidor. La vergüenza de nuestro equipo.
Mis palabras lo hicieron retroceder un paso, como si lo hubiera abofeteado.
—Lo hago para sobrevivir —replicó, y ahora su voz ya no sonaba firme, sino casi suplicante—. En este juego, los héroes mueren rápido.
Solté una carcajada amarga, seca, que me dolió en la garganta.
—¿Y tú crees que vas a sobrevivir? ¿De verdad lo crees, Bruno?
Él me miró con rabia, pero detrás de esos ojos había algo más: duda.
Me incliné hacia delante, ignorando el dolor que me atravesaba la sien.
—Escúchame bien: para Salvatierra tú no eres un aliado. Eres un peón. Y cuando un peón estorba, ¿qué se hace con él? Se elimina. Tú has visto demasiado, Bruno. Lo sabes. Cuando me maten a mí y a William, necesitará a alguien a quien culpar. Y un cadáver no puede defenderse en tribunales.
Su respiración se volvió irregular. Apreté la herida, sin darle tregua:
—¿De verdad piensas que vas a salir de esta caminando? ¿Que después de todo te dejará disfrutar del dinero, de la vida? —dejé que las palabras cayeran como martillazos—. No, Bruno. Vas a terminar en el fondo de un barranco, o en una zanja, y encima con tu nombre manchado como un perro. Ni siquiera tendrás derecho a la memoria.
Vi cómo sus ojos parpadearon, como si le hubiera dado un golpe bajo. Aproveché para clavarle el último cuchillo:
—Y lo peor… tus hijos. Ellos llevarán para siempre el sello del traidor. No de un policía, no de un hombre… sino del cobarde que vendió a los suyos. El hijo del perro de Salvatierra.
No tuve tiempo de respirar. Bruno se abalanzó hacia mí con un rugido contenido, mis manos se aflojaron y el vaso de agua se volcó al suelo, estallando en pedazos. Me sujetó de los hombros con una fuerza brutal y me sacudió, acercando su cara a la mía.
—¡Cállate! ¡Cállate, maldita sea! —escupió, con los ojos desorbitados, brillando de ira y miedo al mismo tiempo—. ¡No tienes ni idea de lo que dices!
El golpe de su rabia me atravesó más que la sacudida. Estaba al borde del colapso, y lo sabía. Le temblaban las manos, no de furia pura, sino de la grieta que yo había abierto en su interior.
—Lo tengo muy claro —le devolví, con la voz rota pero firme—. Conozco a Salvatierra muy bien. Hará todo lo posible por salvar su propio pellejo… y cuando lo haga, tú ya estarás muerto.
Bruno respiraba agitado, la vena del cuello palpitando, hasta que de repente aflojó la presión y se dejó caer en la silla como si lo hubieran vaciado por dentro. Se llevó las manos a la cara y habló casi en un sollozo ahogado.
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Editado: 07.08.2025